Viaje a Grecia (III): Corinto y Micenas

El día 19 de Agosto nos levantamos y, después de desayunar con vistas a los techos de los edificios atenienses (el hotel tenía el restaurante en el ático) y recordando las visitas al acrópolis y alrededores. Este día iba a ser diferente. Tomaríamos el coche y nos iríamos al Peloponeso, que es la península más occidental del pais.

Recogimos el coche después de haber observado que la gasolina allí está bastante más cara que aquí y que los precios oscilan muchísimo. Teníamos que cruzar un istmo, es decir, una estrechez de tierra que une una península al continente. En este caso es especialmente estrecha si la comparamos con la que tenemos aquí en España. De hecho, son unos 6 kilómetros de ancho. Es curioso ver mar a dos lados de costa sólo separados por 3 minutos de coche.

La primera parada sería en Corinto. Sus ruínas tienen varios encantos. Se trata de una de las ciudades estado más importantes de la época gloriosa de la antigua Grecia. Era filoespartana, así que estaba bajo su influencia. Y, además, fue allí donde, según la mitología, reinó Sísifo. Sísifo fundó la ciudad y, gracias a su inteligencia, la convirtió en una ciudad próspera. Hasta aquí muy bien pero… era mala persona. Capaz de robar a los viajantes e, incluso, matarlos por su lucro personal.

Tan osado era que, cuando llegó la hora de su muerte le pidió a su mujer que no hiciera ofrendas. Pretendía así engañar a Hermes, el dios del inframundo, para que le dejara salir y convencer a su mujer. Claro que, cuando salió ya no quería volver. Al final no tuvo más remedio que aceptarlo. Y, para colmo, se vio obligado a cumplir una pena terrible. El pobre Sísifo está ahora en el inframundo subiendo una enorme piedra a la cima de una montaña y, cuando está a punto de llegar, se le cae rodando de nuevo hasta abajo y, obligándole a volver a intentarlo.

El hecho de que San Pablo montara allí un grupo de cristianos y les cuidara con sus epístolas debía de tener un valor simbólico muy fuerte porque, en aquella época (sobre el 50 d.C.)  Corinto tenía fama de ciudad… alegre. Es más, en el templo de Afrodita habían más de mil de prostitutas sagradas para conectarse con su trascendencia. Vamos, lo que hoy vulgarmente llamamos orgías…

Lo que allí queda son los restos del ágora, una parte de la vía de Lequeo,  que iba desde el ágora hasta el puerto y, sobre todo, los restos de un templo dedicado a Apolo. Tenía una preciosa fotogenia. Cuando la mirabas por un lado, de fondo podías ver el mar. Por el otro, una montaña coronada por una increíble fortificación otomana, que se plantó allí en la edad media.

Una vez recorrimos la vía de Lequeo y comimos en un restaurante donde la camarera era encantadora (siento no poder deciros el nombre), tomamos de nuevo el coche. Y si Corinto tenía encanto, lo que íbamos a ver aún era más espectacular porque se trata de la ciudad más poderosa del segundo milenio antes de Cristo de la región helénica: Micenas.

Lo que queda es la Acrópolis, la parte más alta de la ciudad, que tenía unas murallas ciclópeas. Tan gruesas que, años después, los griegos pensaron que sólo podían haberlas construído los cíclopes, que eran unos gigantes con un solo ojo. Al entrar hay una puerta guardada por un par de leones.

En la parte superior, mientras nos derritíamos a 40 grados, los muros apenas levantaban medio metro del suelo. Paseamos por el lugar donde vivían los soldados y también por donde enterraban y vivíoan los reyes. Buena parte de la fortificación fue destruída por un incendio. Muchos de los carteles explicativos que había al lado de las ruínas acababan con la misma frase: «esta parte del Acrópolis fue destruída en un gran incendio». Incluso una familia de ingleses encontraban divertido que las explicaciones siempre acabaran igual.

A los pies de la acrópolis había una tumba que tenía algo de las grandes tumbas egipcias. Por supuesto en un tamaño mucho menor y siendo mucho menos espectacular. Pero tenía algo de su magia y de su buscada grandiosidad. Su entrada era angosta y su interior era una enorme cúpula enterrada bajo tierra.

Cuando salimos de allí éramos un cocktel de emoción, deshidratación y piel roja como un pimiento. No era demasiado tarde y podríamos haber hecho alguna parada más. Pero estábamos cansados y preferimos ir al hotel, que estaba en Trípoli, una de las ciudades más importantes de la zona sin ningún interés histórico.

La mayoría os dirán que no tiene interés turístico. Yo… discrepo. Ir a visitar un país como Grecia tiene un interés enorme. La cantidad de ruinas es abrumadora. Pero eso te aparta de los griegos de verdad. Trípoli para nosotros fue justo eso, el contacto con la gente normal. Los pantalones cortos y las gorras orteras desaparecieron y nos vimos rodeados por gente que no sabía inglés. Comprar una botella de agua te obligaba a utilizar el Cromañón, auténtico esperanto. Un buen sonido gutural con un dedo señalando lo que quieres es suficiente para ir a cualquier parte del mundo.

El hotel, además, era fantástico. De hecho, se lo cobraron. Teníamos una preciosa terraza que aprovechamos después de dar un paseo por la ciudad. Fue, sin duda un buen colofón para uno de los mejores días que pasamos en Grecia y la mejor forma de cargar pilas para cubrir los más de 250 kilómetros que hicimos el día siguiente.