Cuando nos levantamos el día 21 por la mañana ya habíamos visto las cosas más importantes que nos habían llevado a Grecia: el partenón y el ágora o Micenas. Pero ese día nos guardaba una agradable sorpresa.
Preparando el viaje nos apeteció acercarnos a Mistras, donde hay un poblado bizantino que parecía tener encanto. Allí cogimos el hotel y luego, afinando un poco más el planing, investigamos qué cosas podíamos visitar más o menos cerca. Entonces descubrimos que a unos 100 kilómetros había una población costera que apuntaba muchas maneras.
Como Mistras no dejaba de ser ver ruínas y llevabábamos ya unos cuantos viendo cosas pensamos que sería más inteligente dejar las maletas en el hotel y, en vez de visitar Mistras, marcharnos a lo que prometía ser mucho más descansado. Pero estábamos equivocados.
Llegar a Momenvasía fue algo cansado. Las horas de coche, el calor, y el ritmo que habíamos llevado empezaba a hacer mella. Y en el coche transpirábamos, a parte de sudor, ganas de llegar. Pero cuando llegamos se nos escapó un gesto de sorpresa. Era una de las cosas más bonitas que había visto en mi vida…
Aunque tenéis la foto, os lo cuento o reviento. Imaginaos un pueblo de mar. Ya de por si, los pueblos costeros mediterráneos que se han respetado a si mismos tienen un encanto. Pero Momenvasía es diferente. En un punto de la costa hay un estrecho istmo, o sea, un pequeño hilo de tierra que une una península a la tierra. No creo que tuviera más de 20 metros de ancho (y creo que exagero). Y la península es como coger el peñón de Gibraltar y separarlo de la costa. Increíble.
Comimos a los pies de la montaña peninsular rodeados de gente que hablaba en griego (creo que ya os he hecho saber que eso me encanta). Y, al acabar, subimos una carretera que llevaba hasta una fortificación. Sí, otra vez. Allí han reconstruído un poblado que existía en la edad media. No tengo ninguna duda que se hizo con vocación de atraer turismo. Eso suele ser sinómino de engendro. Pero os prometo que no es el caso. En mi opinión, no sé si han conseguido mantener el espíritu de la ciudad medieval porque nunca viví en aquella época, pero sí que lo parece.
En una de las paredes de la montaña subía uno de esos caminos de película, que zigzaguean hasta llegar arriba, donde encuentras la ciudadela militar. Desde arriba la vista era espectacular. Algunos de los cortes daban mucha impresión. Además, corría un aire que daba la impresión que podía tirarte abajo. Casi te acercabas gateando. Si algún día hago una película ambientada en la edad media…
Esa noche cenamos en Mistras, a los pies de la antigua ciudad. Son 4 calles y todos turistas pero sin masificaciones. Un simple compás de espera para, al día siguiente, atacar la subida a Mistras, que también está encaramada en una montaña.
Al día siguiente nos levantamos temprano. Hacía tanto calor como siempre y, como Mistras es grande, prometía ser tan duro como bonito. La visita, de unas 4 horas, mereció mucho la pena porque te daba una idea de cómo se distruía un poblado en aquella época.
Para empezar, sorprendía la cantidad de templos bizantinos que tenían. Llama la atención que, disponiendo de tan poco espacio, “malgastaran” tanto en la fe, lo que demuestra lo importante que era para ellos. Además estaban los monasterios (creo que 5) que estaban en los límites de la ciudad tocando a las murallas. Imagino que los otomanos debían estar encantados con esto: los más fáciles de matar eran los siervos de la fe.
En la parte superior, como siempre, estaba la ciudadela. Los militares eran listos: siempre cogían los puntos con mejores vistas de la ciudad y, además, los más seguros. Con la excusa de que era el mejor lugar para tomar decisiones de estrategia militar, se quedaban con el mejor terreno. A ver si aprendo…
Por la tarde nos dimos cuenta de algo: habíamos acabado la parte del viaje histórico. Para celebrarlo (o para lamentarnos, aún no lo sé) fuímos a cenar a Esparta. Fue una bonita metáfora: es una ciudad de una enorme trascendencia histórica como todo lo que habíamos visto pero en el que no quedaba ningún resto, como todo aquello que nos quedaba por disfrutar.
Por supuesto, también allí había un Goody’s y, después de tomar un café frapé, cenamos allí creo que pasta. Estábamos a algo menos de 300 kilómetros de Atenas y a las 10 debíamos estar en el aeropuerto para tomar un avión, así que debíamos levantarnos muy temprano. Eso hizo que nos fuéramos a dormir muy temprano. Sólo quedaban unas horas para visitar una isla preciosa: Santorini.