Cuando acabamos la visita de Mistras sabíamos que debíamos ir a dormir temprano porque al día siguiente había que llegar al aeropuerto de Atenas, a unos 300 kilómetros, a las 10 de la mañana. Lo que sí estaba claro es que lo que nos quedaba ya iba a ser muy relajado.
He de ser sincero. El concepto “ir a la playa” no me gusta. Ni ponerme con la toalla llena de arena, ni la piel pegajosa de la sal, ni el calor y los imposibles por conseguir una sombra. Y tenía miedo que Santorini fuera uno de esos paraísos para los amantes de las vacaciones de sol y playa, donde lo único que vale la pena es tostarse con el sol y rebozarse con la arena.
Cuando aterrizamos después de uno de los vuelos más movidos que he tenido nunca, las primeras impresiones fueron como malos presagios de lo que podía encontrarme después. Los alredores del aeropuerto estaban llenos de porquería. Las playas que pude ver desde el autobus regular que nos llevaba al hotel no me parecieron nada del otro jueves. Además, el autocar daba la sensación de ser el típico que llevaba turistas de un lugar a otro de Salou y las carreteras no anunciaban, precisamente, la tranquilidad prometida.
El hotel era un desastre. Aunque el dueño parecía bastante simpático, los lavabos no olían del todo bien, el desayuno era el más pobre de todos los que nos habían servido y todo parecía más una pensión con cuatro apaños para poder decir que era un hotel.
Así que comimos un poco desencantados con la perspectiva de 3 días en una mentira rodeada de agua. Para calmar el desánimo, decidimos que por la tarde iríamos a pasear a Fira, la capital, que la teníamos a menos de medio kilómetro. Las calles eran las típicas para turistas con paredes rebozadas de camisetas y recuerdos de lo más inútil. Eran estrechas sin espacio para coches y bulliciosas. Daba la sensación que aquello algún día había tenido encanto pero que, desde luego, eso había desaparecido a fuerza del desastre que suele suponer el turista medio.
Y, de repente, sucedió… Yo, a estas alturas, había olvidado las fotos que había visto y había perdido la fe en los comentarios de todo el mundo diciendo que Santorini era muy bonita. Íbamos por una calle como otra cualquiera. Ni siquiera me atrevo a decir si las paredes eran estucadas. Pero el zigzageo nos llevó a una barandilla donde podía verse una de las costas más bonitas que he visto en mi vida, por no decir la que más.
Las casas se apoyaban unas encima de otras como para no caer en el mar. Los colores rojizos volcánicos contrastaban con una belleza inusitada con los blancos de las paredes y los azules de las cúpulas que las cubrían. Algunas terrazas se habían convertido en miradores para acompañar con un café helado la hermosa vista que los dioses han otorgado a la isla griega.
Santorini es probable que os la definan como una isla con forma de media luna, con la caldera de un volcán que se ve envuelta por la curiosa forma de esta. Pero no es lo que sentí cuando lo vi. A mi, más bien, me pareció que se trataba de una isla circular con mar en el centro. Algo así como lo que el capitán Nemo veía cuando entraba con su submarino Nautilus en la isla misteriosa. Sólo que, en este caso, el agua cómodamente entra por toda la parte occidental de la isla, como si esta hubiera desaparecido. Como un volcán que ha visto como su caldera se sumergía en el agua. Y, por si esto no era suficientemente bello, en medio, la caldera de un volcán negro brillante casi de cómic.
En los días que estuvimos allí disfrutamos mucho. Vimos varias veces la famosa puesta de sol desde varios puntos. El sitio típico es Oia, pero yo creo que hay lugares, incluso, mejores. Un día también cogimos un Quad y recorrimos la isla de cabo a rabo. Un día es suficiente. Y fuímos a la playa un par de veces.
Los autobuseros me cayeron fatal. Se saltaron nuestra estación y, en vez de pedirnos disculpas, nos trataron fatal. Y me consta que no somos los únicos. No sólo eso sino que, cuando nos quejamos, les hizo hasta gracia. Ya sé que, si no cogéis coche o moto, coger autobus es inevitable. Pero no se merecen que les paguéis el sueldo. Así de claro.
Por contraste, la mayoría de la gente era muy maja. De hecho, cerca de nuestro hotel había una panadería en la que trabajaba un tipo encantador. Nos ganó contándonos que hacía poco había estado en Barcelona. Incluso nos pasamos a comprar pan para el viaje de vuelta y, así, despedirnos de él.
El viaje de vuelta fue muy largo. De Santorini a Atenas fuímos en el ferry. Fueron 8 horas y media y acabó haciéndose un poco pesado. Por último, el vuelo con escala en Praga se hizo largo. Si sumas todo el regreso, fueron algo más de 21 horas (salimos a las 4 de la tarde y llegamos a la 1 de la tarde).
Al día siguiente había que recuperarse porque a las vacaciones les quedaban menos de 24 horas. Eso sí, el curso que ahora comienza tiene las pilas muy bien cargadas. Lo hace con el cátodo clavado en Grecia, insuflando de energía los esfuerzos que este año deparan. Y, claro, como la vida sigue, con el ánodo puesto en el destino de las próximas vacaciones.