En el relato que construyen los medios españoles, los catalanes nos hemos vuelto locos. Como les gusta utilizar, nos hemos olvidado del seny y nos domina la rauxa. Si pueden decirse así en medio de frases en castellano para folclorizar el catalán, mejor que mejor.
Mas nos la lavado el cerebro. O comido, como prefieras. No damos cuenta cuenta de que este hombre, lo único que quiere es su parcela de poder. Y, sobre todo, poder hacer recortes, recortes y más recortes. Y robar, claro. No olvidemos eso.
La realidad es muy diferente. La realidad es que las instituciones españolas nos han engañado en cada negociación. Podemos hacer un repaso en cada estadio.
En los años 70, los catalanes pecamos de ingenuos. Llegamos entre todos a un acuerdo que hoy llamamos constitución. Los catalanes reclamamos que se reconociera nuestra singularidad en la constitución. Aceptamos una insinuación en el texto constituyente muy vago que hablaba de las “regionalidades y nacionalidades” que componen el estado, sin especificar cuáles.
El acuerdo constitucional nos pareció bien como un acuerdo de mínimos. Pero era de máximos. Contábamos que eso abriría la puerta a que, un día, el reconocimiento nacional fuera pleno. Cuando desarrollamos el texto del estatuto del 2009, nos dejaron claro que nacionalidad y nación son cosas distintas (sic). Al no especificarse en el texto constitucional qué comunidades eran regiones y cuáles naciones, quedó en papel mojado.
También renunciamos a concierto, lo que hoy llamamos pacto fiscal. El concierto sería inecesario si el uso de los recursos que hace el estado fuera leal con Catalunya. Nos equivocábamos. La desinversión en Catalunya ha sido constante desde que llegó la democracia. Alrededor de un 8% del PIB.
Se dice que fue Convergència o Pujol quienes renunciaron. Como explica el historiador Jaume Sobrequés, eso es falso. Él, que asistió como parte del PSC, admite que fue ese partido y no el nacionalista el que se opuso.
A cada nueva negociación de la financiación de la Generalitat con el estado, se mejoraban los ingresos de la Generalitat para luego recortar en la misma cuantía el gasto que hacía la administración central. Incluso llegó a transferirse una parte muy importante del IRPF para, pocos meses después, bajar el impuesto. Eso limitaba de nuevo la recaudación de la Generalitat.
En el 2003, con Maragall se quiso redactar un nuevo Estatut bajo el amparo que Zapatero apoyaría el texto. El objetivo inicial era conseguir el reconocimiento nacional de Catalunya. El día siguiente de aprobarse el texto en Catalunya con el voto favorable del PSC, el propio PSC presentaba una montaña de enmiendas para modificarla.
En 2006, Mas llegó a un acuerdo con Zapatero. Se comprometió con un texto recortado. Alfonso Guerra afirmó que el Congreso le había pasado el cepillo. Los catalanes lo votamos y entonces, el PP lo recurrió al TC. Cuatro años después, el tribunal recortó de nuevo el texto.
Las instituciones españolas se comprometen para después no cumplir. Cualquier nuevo pacto que ofrezcan a los catalanes debería llevar unas garantías que fueran mucho más allá de su palabra. E, incluso, de las leyes. Porque hasta éstas ignoran si van en contra de sus intereses.
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