El consenso de la mala política

El sustrato del malestar

No hace muchos años, era fácil ponerse de acuerdo en aspectos esenciales incluso con personas que tenían opiniones distintas a las nuestras. Sin embargo, a lo largo de la última década, esto ha dejado de ser así, con una excepción. Compartimos que los políticos son incompetentes y corruptos, que solo aspiran a medrar por una escalera que paga el pueblo. Es indiscutible que hay miríadas de ejemplos con los que sustentar cualquiera de estos calificativos. Por eso, la crítica generalizada y sin sujeto en singular es la verdadera centralidad de nuestro tiempo. Sea cual sea la cuestión a debate, o es culpa de todas las fuerzas sin distinción, o existen pruebas suficientes para asegurar que todas hubieran actuado igual (de mal).

El descrédito de la política no es un hecho aislado. Las instituciones sufren un severo distanciamiento social, pero la de los partidos es quizás la más relevante para el día a día de la ciudadanía. No usan mascarillas, pero los votantes se tapan la nariz de forma preventiva sin importar a quién dan su apoyo. La opinión es tan transversal y unánime que nadie la discute. Incluso hasta el punto de que, si dos personas confrontan ideas, no es extraño que los observadores piensen que lo hacen, no porque genuinamente creen en lo que defienden, sino porque los políticos los han inducido a discutir de forma artificial.

No hay duda de que los partidos se han ganado a pulso la mala prensa. Hay montañas de decisiones pésimas, la gestión comunicativa es terrible y han tolerado conductas inapropiadas habitualmente. Y lo más grave ha sido primero alimentar y luego ignorar el mayor consenso social que venía del s. XX y que vertebraba las aspiraciones de las sociedades occidentales: el progreso social. La garantía de mejora a lo largo de los años que, además, revertía en que los hijos vivirían mejor que sus padres. Este fracaso es el substrato del malestar social que ahora alimenta a las fuerzas iliberales. La globalización ha enriquecido a muchos de nosotros gracias a la reducción del precio de miles de productos, pero también ha generado millones de perdedores en sus cientos de procesos de desindustrialización. Enormes bolsas de población que ahora quieren desalojar a los que les mintieron.

Por eso, los ciudadanos, cuando hablan sobre política, en seguida consensuan el punto de vista respecto a los líderes que manejan el país, sea el que sea. Los políticos roban y son inútiles. Punto.

La política del aquí y el ahora

El único problema es que una explicación tan simple no puede incorporar toda la realidad. Es fácil percibir el chirrido de los engranajes argumentativos por mucho que, efectivamente, los gobernantes lo han hecho mal y nos han llevado a donde estamos.

Una descripción tan plana, tan igualitaria con todos los partidos, aparte de ingenua, es terriblemente peligrosa. No es casual que, cuando más adeptos tiene este discurso, más crecen las fuerzas iliberales. Pero ¿por qué?

Creo que la imagen que mejor lo explica en nuestro tiempo es el triunfo de las nuevas tecnologías. Su gran virtud es la capacidad de optimizar procesos, característica utilizada también en política. El caso más conocido es el de las fake news, que se esparcen y reverberan en minutos y de las que hablaremos más adelante. Hay otros más sutiles, pero no menos penosos y autodestructivos. En especial, la propia razón por la que el ser humano moderno considera la optimización como un proceso esencialmente positivo. Nos encanta el aquí y el ahora.

Corren miles de publicaciones de psicología haciendo apología de la importancia de vivir el ahora, de ignorar el pasado porque ya está atrás, y no preocuparse por un futuro incierto. Por supuesto, un futuro que siempre llega y que es más incierto conforme más lo ignoramos.

¿Cómo se traduce esta necesidad en términos políticos? En que la parte de nuestros problemas que interfiere con lo público ha de solucionarse de inmediato. Significa «tengo este problema y me lo tiene usted que resolver hoy mismo». Aunque sea emocionalmente comprensible, las necesidades complejas llevan tiempo y no se resuelven como cuando el capricho es un helado.

Recordemos la voracidad de los votantes previa a la crisis del 2008, cuando todos los pueblos necesitaban un pabellón deportivo, una sala de actos y piscina municipal. O que todas las provincias construyeran su propio aeropuerto. Aquí, ahora, y cerca. Porque desplazarse al pueblo de al lado cuando queremos hacer una actividad de teatro es inasumible.

Y en el cénit de la trivialización ideológica, la mayoría de la gente se reclama apartidista, como si eso los inmunizara a la manipulación. Hordas de libre pensadores que todos piensan y razonan igual. Nunca como hoy ostentamos la desinformación consciente como muestra de independencia. Leer siempre había sido símbolo de autonomía, excepto si tiene que ver con actualidad, parece. Mucho mejor vivir al margen porque así no te manipulan, dicen… Una tormenta perfecta que nos deja a merced del titular y de telediarios que dedican más de la mitad del tiempo de antena a hablar de sucesos.

La falta de información lleva a la simplificación del discurso y nos hace hipersensibles a la contradicción. Si un gobierno toma la mayoría de las decisiones con una sensibilidad parecida a la nuestra, al mínimo distanciamiento, se señala como una grave crisis y hace inasumible votarlos sin autojustificarse.

La lista es interminable y nuestra actualidad está repleta de ejemplos de respuestas sencillas a problemas complejos. No queremos que los precios suban, pero queremos que se fabrique cerca de casa para generar empleo. Es obligatorio decrecer para salvar el planeta, pero ni hablar de reducir la capacidad de compra, cuando decrecer implica necesariamente disponer de menos bienes para la misma gente. Naturalmente, queremos pacificar nuestras calles, pero desplazarnos en coche ha de seguir siendo rápido y cómodo. Nos molesta que la inmigración crezca de forma exponencial y vemos la causa en lo corruptos que son los gobiernos de los países que expulsan a su juventud. Ahora bien, cuando tenemos una crisis económica, exigimos a nuestros poderes que recuperen el crecimiento lo más rápido posible, lo que suele hacerse con políticas monetarias que, indirectamente, arruinan a los países en vías de desarrollo, lo que aumenta la presión migratoria. Queremos energía verde, pero no al lado de casa, ni en antiguos cultivos, ni modificar paisajes encantadores… Nos molesta que otros lleguen a nuestra ciudad con los mismos billetes baratos con los que nosotros viajamos a otras ciudades. Turist go home y regulación de alquileres, pero Airbnb echa fuego cuando valoramos opciones de alojamiento. Salarios mínimos dignos, pero Glovo y Uber no dejan de crecer en la última milla a través de puro esclavismo moderno.

El problema es que la política debería ser, más que la del yo ahora, la del mañana de todos. En otros términos, la buena política está a las antípodas de lo que reclamamos como ciudadanos. Y, en esa batalla entre nuestro yo presente y el nosotros futuro, suele ganar el primero.

Gobiernos y oposición discuten por la tarde en el parlamento lo que han concluido que les beneficiará según la encuesta de la mañana, lo que, a su vez, impide que los partidos resuelvan problemas reales porque la mayoría de ellos requieren pensar más allá de los cuatro años de legislatura. Y el círculo de descrédito no para de dar vueltas y vueltas, lo que hace la bola más grande. Además, las encuestas dependen de la coyuntura y son más volátiles que los principios ideológicos, lo que difumina las diferencias entre los partidos de nuevo y alimenta el imaginario de que tanto da a quién votes. Y todo ello es un campo labrado donde los ultras crecen con alegría.

El nuevo (y falso) consenso social

La comprensible equiparación de las fuerzas políticas frente a cualquier hecho que evaluemos comporta un coste oculto. Cuando renunciamos a señalar los errores (y aciertos) específicos de cada partido, pildorizamos la política. La aplanamos. Todo el mundo llega porque todo el mundo sirve para decir que los políticos son la misma basura. Para eso, no hacen falta conocimientos, ni estar al día. Ahí, sí, todos somos iguales. Es la mediocridad por la parte baja del espectro. Nos convierte en tan inservibles como los políticos a los que criticamos.

Pero lo más grave es que resulta imposible una discusión sobre si cierta decisión es más o menos próxima al ideario del partido en cuestión. Por ejemplo, nos impide discutir si la peatonalización de Consell de Cent en Barcelona se ajusta o no a la ciudad prometida por la Colau porque firmó la llegada de la Copa América. ¿Significa eso que Colau no tiene valores? ¿Es imposible que tomara una buena y una mala decisión? ¿Podemos compartir una y no la otra? ¿O compartir las dos y justificarlo bien? ¿O ninguna de las dos? Es más, podemos votarla sin sentir vergüenza, aunque no todas sus decisiones nos hayan gustado. Hablo de Colau porque ni la hubiera votado, ni la votaría. Pero merece una mirada compleja, como el resto de los partidos. Los democráticos, quiero decir. Incluso aunque ella contribuyera con su discurso a la política del aquí y ahora cuando ganó las primeras elecciones aprovechándose de una mentira que publicó El Mundo e insistiendo que los precios de los alquileres subían porque no había voluntad política municipal de resolverlo. Y, como ella, todos los partidos, que entienden el desgaste del rival como consustancial a la estrategia comunicativa que lleva a ganar comicios. Ellos mismos se ponen una trampa mortal.

Esta hipersimplificación del debate, la trivialización que supone asumir la maldad de todos los liderazgos políticos, genera un enorme consenso social. Bajo esta cosmovisión, el verdadero mal, pues, no es la decisión que ha tomado tal o cual partido, sino la suspicacia con la que los políticos toman las decisiones. Porque la crítica asume que el mal radica, precisamente, en su propia naturaleza partidista, en que se ha diseñado para confrontarla al rival. La bondad no existe, solo hay intereses, y esos intereses se presentan no como lucha ideológica (derecha vs izquierda, centralismo vs descentralización…) sino políticos vs. sociedad civil. Una sociedad civil que somos todos: trabajadores y empresarios, policías y manifestantes, funcionarios, trabajadores por cuenta ajena y autónomos, mujeres y hombres, menores, adultos y jubilados… Son sus intereses vs los nuestros. Una política que no piensa en lo que la sociedad necesita sino en lo que le permite seguir ostentando el poder.

Pero la gran trampa es que el consenso es puramente denotativo. Todos nos encontramos en «los políticos son unos inútiles». Sin embargo, lo connotado, lo que se esconde detrás de esa frase, lo que de verdad queremos decir, es absolutamente antitético. El anarcocapitalista y el comunista, la feminista y el de «los hombres están desprotegidos delante de la justicia», el independentista y el «esto del catalán es como con Franco, pero al revés», dicen lo mismo sobre los políticos, pero por razones contrapuestas. Porque son «inútiles» por incapacidad de llevarnos a una sociedad «mejor», que sí tiene significados distintos para cada uno de nosotros.

Esto es aún más grave ahora, que los espacios ideológicos compartidos se han extinguido. Lo que antes llamábamos centralidad, hoy es exigua. La polarización impide los acuerdos, excepto ese pobre y pequeño reducto; el del «ya les vale a los políticos».

El abono de los ultras

No es casual que los movimientos ultra crezcan con tanta fuerza en la época que más consenso genera la idea de que la política es un estercolero. Tampoco debería sorprendernos que algunas de las fuerzas «regeneracionistas» nominalicen su causa únicamente enfocada en esta nueva centralidad para pescar en todos los caladeros, como Se Acabó La Fiesta.

Hay que reconocerles que se mueven con inteligencia aprovechando las redes del «aquí y ahora». En la tragedia de la Huerta Sur de Valencia tenemos un ejemplo claro. Además de mandar a gente bajo su bandera para que se manchen los pantalones de barro (de forma más o menos teatralizada), difunden videos en los que un tipo, al que la mayoría no conocemos, expresa con sensatez que «todos los partidos lo han hecho mal aquí». Todo el mundo lo comparte porque hay consenso. Un consenso que impide cuestionarse quién era responsable de qué, que igualan los errores de las partes, sean cuales sean, y con independencia de la gravedad de lo que hizo cada una de ellas. Y el clip corre como la pólvora sin que nadie se haya molestado en averiguar quién es el chico del vídeo ni qué había publicado antes. Somos mejores pidiendo responsabilidades que ejerciéndolas.

Y mientras la publicación viaja más y más, el autor o autores van ganando seguidores. Y lo que un día era la igualación de todas las fuerzas políticas filtradas a través de la misma mirada «apartidista», se acaba traduciendo en cientos y en miles de visualizaciones de nuevas publicaciones posteriores donde, ¡oh, sorpresa! aparecen mensajes en contra de libertades, que eran consensos no tanto tiempo atrás. Difundiendo una «razonable» enmienda a toda la plana política, acabamos esparciendo un relato que, poco a poco, desplaza nuestra sociedad hasta tesis iliberales. Y, con ello, la normalizamos. Y nos acostumbramos.

Es la demostración de la teoría política de la ventana de Overton, que asegura que se puede pasar de lo impensable y radical a lo sensato y popular si se avanza de forma gradual. Ahí tenemos las cunas de la república democrática, la del parlamentarismo, y la de las libertades del individuo dando el poder, o muy cerca de hacerlo, a líderes con pulsiones autocráticas.

¿Cuánto tardaremos en justificar que la gente ha votado a un señor que va a un mitin con una motosierra porque «necesitaban probar algo nuevo»? ¿Cuándo será normal que gane alguien que quiera construir muros pagados por las personas a las que intenta impedir el paso? ¿Cuándo aceptaremos que alguien cite al «innombrable Franco» para darle las gracias por lo que sea que hiciera durante su infausta dictadura? ¿Cuándo votaremos a señores que hacen carteles electorales montados a caballo como iban los señoritos que maltrataban a sus trabajadores? ¿Cuándo lo anormal será tan normal que lo aceptemos como una posibilidad de futuro? ¿O es este ya nuestro presente?

La necesidad del debate persiste

Quien lea en estas líneas una apología a los partidos políticos no ha comprendido la esencia del texto. De hecho, los políticos han alimentado con sus estrategias de acción y comunicativas este universo. Han prometido lo que no estaba en su mano ofrecer y, con su actitud, cada vez más frívola, solo aceleran una dinámica que los llevará a su destrucción, ya sea por la vía de la sustitución por otras siglas, o por la colonización en sus propias bases.

Una sociedad madura ha de ser capaz de debatir sobre los valores que quiere compartir sin tildar de ser de tal o cual partido a quien defiende posturas similares a una fuerza política. Ha de estar preparada para análisis complejos, capaz de debatir aspectos concretos del desarrollo de unos hechos o la elaboración de nuevas leyes. También para votar o militar en partidos que no defenderán exactamente lo que piensa. Un cierto grado de contradicción es, incluso, saludable. Sin debate, las ideas se esquematizan y empobrecen. Tomar partido no es tener el cerebro lavado. Al contrario, vivir en la ignorancia nos debilita y nos pone al servicio de gente peligrosa. Ahí están los populistas al acecho para demostrarlo y retroceder decenas de años de progreso. Quizás en la defensa de esos mínimos comunes podamos reconstruir nuevos consensos. Hagámoslo antes de que sea tarde.

Madreperla

«Un semáforo rojo, un estruendo y todo se apaga».

Así comienza mi novela «Madreperla», un thriller político, que es uno de mis subgéneros favoritos y que, aunque estos últimos años hemos podido disfrutar de algunas ficciones maravillosas, se ha explorado menos de lo que se merece.

Ya la primera frase introduce al lector en la trama a través de un accidente de causas desconocidas. Laura, la protagonista, se verá interpelada porque la víctima, Manu, es periodista y la expareja más importante de su juventud. No tendrá más remedio que abandonar su vida tranquila para aclarar las causas que llevaron a Manu a su final fatal. Además de una compleja red de intereses, no podrá evitar preguntarse por los sueños abandonados, las razones por las que se apartó y si estos son compatibles con su vida actual.

Otros dos personajes protagonizan las principales subtramas; Julio es un ambicioso e ilustrado político que aspira a todo para reparar el fracaso de su padre que, postrado en una cama como un vegetal durante años, había luchado por lo mismo. Finalmente, Sergio creó una startup en el sector biomédico que acaba en fracaso, pero recibe una misteriosa oportunidad que lo salvaría de la quiebra y, de pasada, de perder a su hijo.

Me he tomado con calma su escritura, dejándola solo para cuando de verdad me apetecía y, tras muchas relecturas y ajustes, estoy orgulloso del resultado final. Incluso las decisiones pequeñas han sido emocionantes. Me encantaría compartir una relevante para que se entienda a qué me refiero. Cuando me decidía por un subtítulo, opté por “lo que el poder esconde” porque, ciertamente, es de lo que va la historia. Sin embargo, durante tiempo, estuve decidido a formular una pregunta que los tres personajes se hacen en diferentes momentos de sus tramas. ¿Cuál es el precio de la honestidad? No es que sea una cuestión muy explícita, pero es fundamental en el desarrollo de las pericias de cada uno de ellos, y me seduce ese nivel de sutilidad.

Las intrigas, los claroscuros y las persecuciones al límite son los ingredientes fundamentales con los que he trabajado. No he dejado de lado las relaciones amorosas ni, por supuesto, las familiares y las toneladas de contradicciones con las que vivimos el día a día. Pero, sobre todo, espero que a los lectores los acompañe durante muchas páginas una pregunta: ¿Qué demonios es Madreperla?

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El deseo inalcanzable

El deseo es la materia prima sobre la que crecen la mayoría de las ficciones, y pocos son más poderosos que el sexual. Suntuoso, empuja nuestro ánimo por derroteros con destinos cubiertos con la niebla de la incerteza, donde se agazapa la frustración de lo que nunca sucederá.

«Deseando amar» es uno de los films que mejor lo expresa. Sus dos protagonistas y vecinos son engañados por sus parejas. Tratando de reconstruir la relación de sus conyuges se despierta en ellos un deseo casi imposible de contener. Sin embargo, sus anhelos sólo tienen cabida en su imaginación porque los separa un velo tan transparente como irrompible.

La relación entre Su Li-zhen y Chow Mo-wan es el arquetipo de la imposibilidad. De miradas que quieren curzarse pero pasan de largo. Del contacto físico interpuesto a través de objetos, que devienen casi en caricias. Sólo consuman por vía interpuesta, a través de sus parejas.

Hay quien dice que «Deseando amar» es la mayor alegoría del amor no realizado de la historia del cine, pero no es el único ejemplo importante. En unas ocasiones los limitan las circunstancias. En otras, la maldad. Sin duda, quien mejor encarna ese papel es la femme fatale, que expresa sus mejores virtudes en el thriller. Multitud de protagonistas renuncian a su amor tras reconocer que sólo les llevará a un callejón sin salida. O a la muerte. Otros no conseguirán escapar a sus fauces, como el protagonista de «El ángel azul», que acaba convertido en el ridículo payaso que ignora al inicio del film.

La conquista inasequible no necesita más protagonismo que el de una subtrama para manifestarse con toda su fuerza. Así lo demuestra Bergman en su soberbia «Gritos y susurros». En su cine es constante la confusión del amor carnal y el parentesco. Pero si hablamos estrictamente de pasión, Maria, el personaje interpretado por Liv Ullman, y David, el doctor de la familia al que da vida Erland Josephson tiemblan cuando están a solas. Una pulsión que no va a más porque la rechaza él.

Maria no es, ni de lejos, el primer personaje femenino que sueña con imposibles. Las raices prototípicas de este personaje se nutren, sobre todo, del cliché romántico de las novelas del s.XIX, como la «Madame Bovary» de Flaubert, dotada de una sensualidad expresiva y profunda, y una de las primeras protagonistas dispuestas a engañar a su marido.

Sin embargo, mi obra favorita sobre la imposibilidad amorosa es la ópera de Wagner «Tristan Und Isolde», una obra introspectiva donde el amor no consumado de sus protagonistas los lleva, incluso, a la muerte. La obra, de cuatro horas de duración, explora los límites de un amor en la que el contacto les está prohibido. La tensión se palpa en cada nota de la composición, que ya anuncia el famoso acorde de Tristan sólo unos segundos después del inicio del espectáculo.

No será hasta el final que ese amor se sublime a través de la muerte de los protagonistas. En especial, con la última aria de la soprano y, a mi juicio, una de las más espectaculares de la historia de la música. Para vivir el crescendo es mejor escuchar la obra completa, pero el Liebestod no necesita nada más para embargarnos y, poco a poco, llevarnos, con ella, hasta los cielos en un clímax apoteósico.

Wagner ofrece una solución a los deseos imposibles; la muerte. Una propuesta que solo muestra belleza en la ficción. La vida, menos prosaica, no requiere de estos extremos. Pero hay algo de verdad en la sugerencia del compositor alemán. ¿No es la frustración una forma de muerte de una parte de nosotros? ¿De un algo que pudo ser y, finalmente, no fue?

Los deseos inalcancables son dolorosos y angustiantes, pero también son los ojos entreabiertos de Liv Ullman, la mano de Maggie Cheung acariciando el marco de la puerta, o la centena larga de instrumentos ahogando la voz de Isolda. La ficción es capaz de convertir el padecimiento en algo hermoso y sugestivo a la vez que exorziza nuestros propios fracasos.

«¿Por qué fracasan los países?» De Daron Acemoğlu y James A. Robinson

¿Por qué algunos países son tan ricos y otros tan pobres? ¿Qué diferencia a los que crecen, y disponen de una clase media fuerte y acomodada, de aquellos donde la mayor parte de la población apenas subsiste? El ensayo clasifica los países en dos grandes grupos: los inclusivos y los extractivos:

  • Las naciones inclusivas son aquellas que tienen unas instituciones que descentralizan la riqueza y el poder. Los poderes políticos permiten que la gente use sus recursos de forma libre, lo que empuja a la aparición de emprendedores y, con ellos, la innovación.
  • Por el contrario, las naciones extractivas son aquellas en las que el poder, ya sea político y/o económico, tiende a concentrarse. Sus élites luchan contra la destrucción creativa porque pone en riesgo su statu quo. Como consecuencia, matan la innovación y, con ella, el crecimiento económico.

Los autores consideran que liberalismo económico y político sólo pueden ir unidos. Tanto da si el poder emana de la política y una excesiva capacidad de extraer riqueza del sistema productivo, o de un poder económico con capacidad de protegerse a través de influir sobre el poder político. Ambos son caras de una misma moneda y tienen el mismo final: pobreza.

El libro se apoya en multitud de ejemplos históricos, como La Gloriosa a finales del s.XVII, la revolución inglesa que favoreció la aparición del parlamentarismo, o los squartters en Australia. Estos son sólo dos de los muchos que ponen para mostrar cómo la aparición de instituciones inclusivas revierten crecimiento y redistribución de riqueza.

El libro es una delicia. De lo más interesante que he leído en tiempo y se lo tengo que agradecer al gran Juan Sobejano, que me lo recomendó hace unos meses (lo acabé hace también algún tiempo). Es fácil comprarle la tesis central, sobre todo para un liberal como yo: lo más nocivo para una sociedad es que las instituciones sean tan poderosas que controlen las leyes y se apoderen de los recursos. Poderes menos centralizados generan círculos virtuosos y su contrario espirales de pobreza.

Sin embargo, cuando choca con la realidad, no resuelve bien el embate. Es fácil decir que en la mayoría de los países africanos y latinoamerica tienen gobiernos extractivos que hacen sufrir a sus ciudadanos. Pero el crecimiento de China, el paradigma de país de planificación central y poco dado a las libertades individuales, contradice sus argumentos. Simplemente lo zanjan con que su crecimiento topará con un techo cuando su mano de obra deje de ser barata.

El análisis sobre China es superficial porque hay un pecado escondido en su planteamiento. Tratan como sinónimos sociedad inclusiva y sociedad capitalista. Los autores pintan la línea entre los países con mercados libres y los países con mercados socialistas. Y ahí creo que cometen un error. Primero, porque impide entender el éxito de China y concluir que, necesariamente, es un éxito efímero. Pero, sobre todo, porque impide la autocrítica y sesga el análisis del éxito al presente: obtener éxito es ser exitoso ahora. Quién sabe si el éxito con fecha de caducidad será el nuestro…

Hubiera deseado que analizaran el escenario que muchos economistas dicen que vivimos: el mercado libre ha traído muchas bondades. Negar eso es negar una evidencia. La práctica totalidad de los países libres son capitalistas. Sin embargo, todos los indicadores GINI nos dicen que la riqueza se está concentrando en esos mismos países. Mucha gente que innovó en el pasado, ahora en el poder, tiene los mismos incentivos que esas clases extractivas que describe el libro. ¿Pueden acabar las sociedades libres ahogadas por culpa del “premio” que otorga a los que más aportaron en el pasado? Hoy mismo las GAFAM se pelean por seguir controlándonos. ¿Canibalizan el sistema de libertades convertidos en la nueva clase extractiva?

Los autores ni plantean esa cuestión. Para ellos, la razón que explica el éxito o fracaso no es multifactorial. Sólo responde a una discusión binaria: sociedades inclusas o extractivas. Si inclusivo y capitalista es lo mismo, no hay más que decir. El resto de cuestiones sencillamente son irrelevantes. Por ejemplo, ignoran en qué medida el bloqueo que algunos países ejercen sobre otros empobrece a los segundos, o cómo algunos de los recursos de los países pobres acaban drenando a los países ricos a través de relaciones dudosas entre poderosos occidentales y estructuras políticas corruptas. ¿Qué parte de ese extra de crecimiento de las sociedades «inclusivas», y que redundaba en construir sociedades aún más libres, tiene que ver con la “exportación” de la pobreza y extracción a través de formas modernas de esclavismo?

Los autores despachan deprisa que la geografía no es una variable que condicione la economía de los países. Ponen ejemplos como Sonora, una ciudad cruzada por la frontera entre EEUU y México. La parte de la ciudad en el norte es rica, la parte en el sur pobre. Así, concluyen, la geografía no es un elemento crítico para explicar el éxito o fracaso de un país. Sonora u otros ejemplos, demuestran que la geografía por si sola no explica la pobreza de los países, pero eso no quiere decir que sea irrelevante. Sorprende que no expliquen por qué los países tienden a agruparse según su riqueza. Si la geografía no incidiera de ninguna forma en las posibilidades de éxito de un país, deberíamos esperar una distribución de países ricos y pobres más repartida.

Las evidencias sustentan la tesis central: las sociedades inclusivas (¿podemos llamarlas abiertas de mente?) tienden a ser más receptivas a la innovación y, por tanto, al crecimiento económico. Sobre todo, es más agradable vivir en ellas. Sin embargo, es simplificador equiparar capitalismo y libertad y considerar que las interacciones entre estados y las condiciones iniciales no juegan ningún papel relevante.

«Me cago en Godard!» de Pedro Vallín

Una de las lecturas más estimulantes que ha caído a mis manos en tiempo es “Me cago en Godard!”. Lo más brillante del ensayo de Pedro Vallín es la absoluta obviedad de su tesis central que, sin embargo, pasa desapercibida para la mayoría de nosotros. Como en el cuento de Andersen nos señala que vamos desnudos, aunque con menos inocencia que el niño del relato. 

Vallín afirma que, impregnada de soberbia marxista, la crítica europea castiga el cine de Hollywood y premia, desde su atalaya, historias de personajes ensimismados en problemas burgueses del yo. A sus ojos, los films norteamericanos son más emancipadores y anticapitalistas. El texto despliega multitud de ejemplos con los que justifica sus argumentos. 

Acierta y mucho. Retrata con gracia y mala leche al público de arte y ensayo. Les (me) pone delante de un espejo con un reflejo arrogante y altanero. Pero creo que falla en un aspecto importante y, como amante del cine que critica, no puedo sino agarrarme a ello. ¡Qué difícil se me antoja expresar que acepto su argumentario y, sin embargo, hacer este post poniendo el acento en las discrepancias! Este nudo gordiano puede deshacerse inspirándose en el amor por la controversia que destila el autor.

Estoy alejado de posiciones marxistas, pero quizás, como el niño russelliano, y sumergido en el ecosistema europeo, disfruto más con el cine de Auteur que con el blockbuster. No por ello voy a discutir lo indiscutible. El cine europeo tiende a construir personajes con conflictos de identidad que sólo se dan cuando el estómago no ruge. Es cierto que hay un indisimulado sentimiento de superioridad en la sentencia de que el cine de Hollywood es escapista, pero eso no lo hace necesariamente falso. Géneros como el western o el cine de superhéroes quizás son emancipadores, pero invitan al individuo a asumir responsabilidades que hemos convenido otorgar a lo público. 

Sea como fuere, es cierto que no hay razón para sentirse culpable por disfrutar de un blockbuster. Al contrario, celebro con efusión cada vez que me pasa. Y es que el gran problema de Hollywood no son sus valores. Al fin y al cabo, los snobs que nos emocionamos con “El triunfo de la voluntad”, de Riefenstahl, no nos damos de alta en el partido nazi el día después.

El gran problema es la repetición de fórmulas hasta la extenuación. No niego que el libro me ha hecho cambiar mi perspectiva sobre los remakes con su acertado e interesante análisis de la tradición cuenta cuentos de la costa oeste americana. Pero discrepo en que esa sea la razón central por la que hoy la industria abusa de la repetición. Cuando una fórmula que le funciona, la explora hasta desgastarla y convertirla en un tedioso sinfín de convencionalismos. Y, al ritmo de producción que sigue, este desgaste se produce en un poco puñado de años. La última vez que fui al cine hace un par de semanas, de seis trailers, tres eran historias de superhéroes. Exprimir hasta que el tedio lleva a los espectadores a un nuevo género… 

Quizás la autoría es soberbia, voluntad de apartarse del populacho y encarecer la obra. Pero no sólo. Es en el cine de autor donde se explora fuera de los marcos preestablecidos, donde se juega con los límites del relato, donde se experimenta. También hay convencionalismos y conforts para el público que se siente cómodo en lo supuestamente alternativo. Pero deja un espacio para la verdadera exploración. Allí se encuentran los márgenes en los que construyen las fórmulas que, con una década de decalaje, Hollywood explota hasta la saturación. ¿O puede explicarse el New Hollywood sin la Nouvelle Vague? ¿El cine negro sin el expresionismo alemán? ¿El cine contemporáneo sin los Sundance Kids? Hollywood es tan business que no puede permitirse innovar.

La industria piensa en beneficios y hace bien. No les pido que asuman un rol que no es el suyo. Pero, ¿qué sería del cine comercial si no fuera por los Auteurs soberbios que exploran los límites del medio? Así pues, son dos mundos que se quieren y se odian. Que se reprochan y se envidian. En definitiva, que se necesitan.

«El poder del mito» de Joseph Campbell

Hace pocos días acabé de leer “El poder del mito”, que reproduce unas conversaciones entre Joseph Campbell, prestigioso experto en mitología comparada, y el periodista Bill Moyers. El libro desarrolla la tesis de Campbell, conocida por su primer ensayo El héroe de las mil caras, de enorme influencia en la narratología moderna.

El ensayo mantiene dos ejes centrales. En primer lugar, redunda en la conocida idea de que todos los mitos, en realidad, explican la misma realidad adaptada a las necesidades de cada sociedad. Cuando estudias narratología es habitual considerar que todas las historias son ulisíacas. Un héroe parte de su hogar con el objetivo de mejorar la sociedad. Este viaje físico no es más que una metáfora de un viaje interior que transforma al protagonista y su entorno. Estas tesis son las que, luego, utilizará Christopher Vogler en El viaje del escritor, un libro imprescindible si quieres construir relatos.

El segundo concepto es consecuencia del primero y de carácter más religioso o trascendente. Campbell se pregunta si la constatación de que todos los mitos responden al mismo relato y, por tanto, a las mismas necesidades humanas subyacentes, no hace anecdótico el relato mito en sí. ¿Qué sentido tiene ocuparse de la literalidad del relato cuando lo fundamental es cómo este ayuda a las personas y las sociedades a alcanzar un bien superior?

En términos más prácticos para nuestra realidad, Campbell sostiene que el mito de Jesucristo, desde sus enseñanzas hasta su muerte y resurrección, se expresan en otras regiones del planeta con mitos similares. Todas ellas ofrecen la misma respuesta. Según él, herramientas para trascender. Unos lo hacen a través de la meditación y otros a través de la oración, pero el objetivo es el mismo. Si esto es así, ¿hay que considerar de forma literal, por ejemplo, la ascensión a los cielos? ¿O no es más que la forma concreta en la que el mito cristiano construye la metáfora del viaje interior?

Por tanto, para Campbell la espiritualidad es fundamental, pero la idea de Dios no tiene sentido fuera del ser humano. No discute la realidad del mito. Más bien al contrario. Le preocupa el qué y no el cómo. No importa Jesucristo, sino como, a través de la oración, podemos explorar nuestro trascendente.

Como ateo, la considero una reflexión muy interesante. Comparto la idea que el ser humano necesita ver más allá. La única enmienda que le hago es que, el hecho de que sea una necesidad antropológica no es necesariamente consecuencia de la existencia de una espiritualidad real.

«The Assistant» de Kitty Green

Julia Garner interpreta a una secretaria junior que trabaja para un gran magnate del mundo del cine. Ella sueña con convertirse en una productora. Sin embargo, su sueño puede tener un precio alto. A través de una de sus largas jornadas laborales, descubrimos con ella los indicios que apuntan a que su jefe es un depredador sexual.

Inspirada en el famoso caso de Harvey Weinstein, Kitty Green dirige un relato sutil, donde casi todo lo relevante sucede por elipsis. Parece como si tratara de construir la antítesis de los macguffins de Hitchcock. Cada pequeño objeto y cada silencio es significante y aporta un pequeño detalle para reconstruir a un depredador. Son estas nimiedades las que describen a un personaje que se mantiene siempre fuera de campo.

Esta propuesta, bien ejecutada, impulsa la película hacia un guion con mucha materia prima para su actriz protagonista. Precisamente la falta de texto pone el foco en el juego expresivo y Garner lo desarrolla con solvencia. Situaciones cotidianas y conversaciones intrascendentes las aprovecha para mostrar cómo aumenta su desasosiego a cada nueva revelación. Todo ello no hace más que remarcar los diálogos que sí son fundamentales para empujar la historia. Rebosan de dramatismo y complejidad. Es muy notable la escena donde ella expresa sus impresiones a un ejecutivo.

La fotografía, muy naturalista, pero, a la vez, muy subjetiva, se alinea con el punto de vista de la aspirante a productora. La banda sonora es acertadamente inexistente. Historias así no necesitan subrayar lo que ya es, de por sí, dramático y real.

“The Assistant” pone sobre la mesa un retrato con el que explorar los déficits que nuestra sociedad aún tiene por resolver para ser igualitaria.

«Los dos Papas» de Fernando Meirelles

La película situa al Papa Francisco y al emérito Benedicto XVI en una conversación fictia previa a la renuncia al cargo del segundo. Bergoglio quiere renunciar, cansado de una Iglesia que no cuida de los más débiles y Benedicto trata de convencerlo que, si lo hace, dañará la imagen de la institución.

La película mezcla la teatralidad de «La duda» con unos debates sobre el papel que debería jugar la Iglesia y el Vicario de Cristo como máximo exponente, que recuerdan a los que Guillermo de Baskerville tiene con Jorge de Burgos en «El nombre de la Rosa». Y, como sucediera en el clásico de Eco, los dos modelos de Iglesia chocan a través de dos figuras carismáticas y, en este caso, reconocibles por todos.

La historia está razonablemente bien trenada y los diálogos fluyen, a pesar de que asumen el riesgo de estar contados en tiempo real, lo que tiene un mérito considerable. El texto, además, lo remachan las interpretaciones que, a ratos, brillan.

Donde la película se encalla para mi gusto es en la construcción de los personajes. Benedicto es casi tan temible como Jorge de Burgos y Francisco más santurrón que Guillermo. Después de la flojísima «Francisco, el Padre Jorge», el documental de Wenders «Francisco, un hombre de palabra» y esta de Meirelles, al Papa Francisco le habrán hecho todas las hagiografías antes de morir.

Meirelles no es santo de mi devoción. «Ciudad de Dios» me interesó más, pero quizás es mejor que los otros films suyos que he visto (me decepcionaron «A ciegas» y «El jardinero fiel»). Debo, eso sí, tacharle que califique su film de «inspirado en hechos reales» porque sabe que muchos interpretarán la reunión como real. Me pregunto a qué tipo de Iglesia achararía una conducta así.

Estiu 1993

Estiu 1993

Algunos directores y guionistas hacen enormes esfuerzos por explicar historias naturalistas. Quieren reproducir la vida sobre un celuloide. Ha sido el motor de algunos de los más inspirados movimientos cinematográficos de la historia, como el realismo poético francés, o el neorrealismo italiano. Cada uno con sus formas propias, deseaban ser fieles a la realidad y, pasada por la mirada del creador, hacer emerger lo poético. Hoy en día, sigue siendo uno de los faros que, paradójicamente, lleva a más realizadores y realizadoras contra las rocas. Confunden lo realista con lo trágico y lo sutil con lo insustancial. Y la tragedia, en este caso no la del relato, se consuma.

«Estiu 1993» tiene todos los ingredientes para acabar chocando con esas mismas rocas llenas de buenas intenciones y excesos de autoestima. Basa la historia en las vivencias de la realizadora, la protagonizan dos niñas muy pequeñas y no tiene ninguna intención evolucionar a través de la acción. Es muy probable que sea la combinación de estas decisiones tan arriesgadas la que hace al filme tan mágico.

Si dirigir actores es difícil, dirigir niños está casi prohibido. Laia Artigas, Frida en la película, y Paula Robles, con apenas 4 años interpreta a Anna, no se comportan como dos personajes sino como dos niñas reales. Juegan como juegan las niñas, tocan como tocan las niñas, ríen y lloran como ríen y lloran las niñas. Juegan felices y, de repente, algo explota y pasan al llanto, o a la inversa. A este nivel sólo se puede llegar mediante la improvisación. El riesgo es que las niñas no digan aquello que es necesario que digan para que la trama fluya, algo que no pasa jamás. Algunas escenas son increíblemente largas y, a pesar de ello, las niñas hacen lo que la historia requiere con esa naturalidad.

La directora, Carla Simón, sube la apuesta manteniendo casi con rigor total el punto de vista de Frida. Los padres (Bruna Cusí y David Verdaguer) parecen decorado en muchos momentos. Sobre todo al principio, cuando Frida aún no está familiarizada con ellos. Sus conversaciones son esa especie de rumor que los niños apenas atinan a entender pero del que, en cambio, captan la emoción a la primera. Los planos, a ratos, son casi subjetivos. Las conversaciones entre los «mayores» condicionan los comportamientos de Frida, pero el espectador casi nunca los recibe de forma explícita, como suele suceder. Como ella, cazas palabras, frases, tonos, emociones. Lo demás, lo reconstruyes.

Cuando acabó la película, que tuve la oportunidad de ver en Xiscnèfils, hubiera querido ir a dar las gracias a todo el equipo que participó. Pocas veces me han hecho vibrar tanto con un relato tan cotidiano. Recuerdo una emoción muy parecida en la trilogía Antes de amanecer, o en La soledad. Son películas en las que uno se reconoce porque son capaces de captar lo esencial de lo que sucede y vestirlo en un cuadro hiperrealista.

Transmitir verdad es un bien preciado, perseguido por muchos. Simón ha conseguido con creces mostrar los rincones de su historia sin darlos de forma obvia. Nos lleva al mundo interior de Frida, a nuestra psicología más infantil. Quizás ingenua, pero compleja.