Viaje a Grecia (y V): Santorini

Cuando acabamos la visita de Mistras sabíamos que debíamos ir a dormir temprano porque al día siguiente había que llegar al aeropuerto de Atenas, a unos 300 kilómetros, a las 10 de la mañana. Lo que sí estaba claro es que lo que nos quedaba ya iba a ser muy relajado.

He de ser sincero. El concepto «ir a la playa» no me gusta. Ni ponerme con la toalla llena de arena, ni la piel pegajosa de la sal, ni el calor y los imposibles por conseguir una sombra. Y tenía miedo que Santorini fuera uno de esos paraísos para los amantes de las vacaciones de sol y playa, donde lo único que vale la pena es tostarse con el sol y rebozarse con la arena.

Cuando aterrizamos después de uno de los vuelos más movidos que he tenido nunca, las primeras impresiones fueron como malos presagios de lo que podía encontrarme después. Los alredores del aeropuerto estaban llenos de porquería. Las playas que pude ver desde el autobus regular que nos llevaba al hotel no me parecieron nada del otro jueves. Además, el autocar daba la sensación de ser el típico que llevaba turistas de un lugar a otro de Salou y las carreteras no anunciaban, precisamente, la tranquilidad prometida.

El hotel era un desastre. Aunque el dueño parecía bastante simpático, los lavabos no olían del todo bien, el desayuno era el más pobre de todos los que nos habían servido y todo parecía más una pensión con cuatro apaños para poder decir que era un hotel.

Así que comimos un poco desencantados con la perspectiva de 3 días en una mentira rodeada de agua. Para calmar el desánimo, decidimos que por la tarde iríamos a pasear a Fira, la capital, que la teníamos a menos de medio kilómetro. Las calles eran las típicas para turistas con paredes rebozadas de camisetas y recuerdos de lo más inútil. Eran estrechas sin espacio para coches y bulliciosas. Daba la sensación que aquello algún día había tenido encanto pero que, desde luego, eso había desaparecido a fuerza del desastre que suele suponer el turista medio.

Y, de repente, sucedió… Yo, a estas alturas, había olvidado las fotos que había visto y había perdido la fe en los comentarios de todo el mundo diciendo que Santorini era muy bonita. Íbamos por una calle como otra cualquiera. Ni siquiera me atrevo a decir si las paredes eran estucadas. Pero el zigzageo nos llevó a una barandilla donde podía verse una de las costas más bonitas que he visto en mi vida, por no decir la que más.

Las casas se apoyaban unas encima de otras como para no caer en el mar. Los colores rojizos volcánicos contrastaban con una belleza inusitada con los blancos de las paredes y los azules de las cúpulas que las cubrían. Algunas terrazas se habían convertido en miradores para acompañar con un café helado la hermosa vista que los dioses han otorgado a la isla griega.

Santorini es probable que os la definan como una isla con forma de media luna, con la caldera de un volcán que se ve envuelta por la curiosa forma de esta. Pero no es lo que sentí cuando lo vi. A mi, más bien, me pareció que se trataba de una isla circular con mar en el centro. Algo así como lo que el capitán Nemo veía cuando entraba con su submarino Nautilus en la isla misteriosa. Sólo que, en este caso, el agua cómodamente entra por toda la parte occidental de la isla, como si esta hubiera desaparecido. Como un volcán que ha visto como su caldera se sumergía en el agua. Y, por si esto no era suficientemente bello, en medio, la caldera de un volcán negro brillante casi de cómic.

En los días que estuvimos allí disfrutamos mucho. Vimos varias veces la famosa puesta de sol desde varios puntos. El sitio típico es Oia, pero yo creo que hay lugares, incluso, mejores. Un día también cogimos un Quad y recorrimos la isla de cabo a rabo. Un día es suficiente. Y fuímos a la playa un par de veces.

Los autobuseros me cayeron fatal. Se saltaron nuestra estación y, en vez de pedirnos disculpas, nos trataron fatal. Y me consta que no somos los únicos. No sólo eso sino que, cuando nos quejamos, les hizo hasta gracia. Ya sé que, si no cogéis coche o moto, coger autobus es inevitable. Pero no se merecen que les paguéis el sueldo. Así de claro.

Por contraste, la mayoría de la gente era muy maja. De hecho, cerca de nuestro hotel había una panadería en la que trabajaba un tipo encantador. Nos ganó contándonos que hacía poco había estado en Barcelona. Incluso nos pasamos a comprar pan para el viaje de vuelta y, así, despedirnos de él.

El viaje de vuelta fue muy largo. De Santorini a Atenas fuímos en el ferry. Fueron 8 horas y media y acabó haciéndose un poco pesado. Por último, el vuelo con escala en Praga se hizo largo. Si sumas todo el regreso, fueron algo más de 21 horas (salimos a las 4 de la tarde y llegamos a la 1 de la tarde).

Al día siguiente había que recuperarse porque a las vacaciones les quedaban menos de 24 horas. Eso sí, el curso que ahora comienza tiene las pilas muy bien cargadas. Lo hace con el cátodo clavado en Grecia, insuflando de energía los esfuerzos que este año deparan. Y, claro, como la vida sigue, con el ánodo puesto en el destino de las próximas vacaciones.

Viaje a Grecia (IV): Momenvasía y Mistras

Cuando nos levantamos el día 21 por la mañana ya habíamos visto las cosas más importantes que nos habían llevado a Grecia: el partenón y el ágora o Micenas. Pero ese día nos guardaba una agradable sorpresa.

Preparando el viaje nos apeteció acercarnos a Mistras, donde hay un poblado bizantino que parecía tener encanto. Allí cogimos el hotel y luego, afinando un poco más el planing, investigamos qué cosas podíamos visitar más o menos cerca. Entonces descubrimos que a unos 100 kilómetros había una población costera que apuntaba muchas maneras.

Como Mistras no dejaba de ser ver ruínas y llevabábamos ya unos cuantos viendo cosas pensamos que sería más inteligente dejar las maletas en el hotel y, en vez de visitar Mistras, marcharnos a lo que prometía ser mucho más descansado. Pero estábamos equivocados.

Llegar a Momenvasía fue algo cansado. Las horas de coche, el calor, y el ritmo que habíamos llevado empezaba a hacer mella. Y en el coche transpirábamos, a parte de sudor, ganas de llegar. Pero cuando llegamos se nos escapó un gesto de sorpresa. Era una de las cosas más bonitas que había visto en mi vida…

Aunque tenéis la foto, os lo cuento o reviento. Imaginaos un pueblo de mar. Ya de por si, los pueblos costeros mediterráneos que se han respetado a si mismos tienen un encanto. Pero Momenvasía es diferente. En un punto de la costa hay un estrecho istmo, o sea, un pequeño hilo de tierra que une una península a la tierra. No creo que tuviera más de 20 metros de ancho (y creo que exagero). Y la península es como coger el peñón de Gibraltar y separarlo de la costa. Increíble.

Comimos a los pies de la montaña peninsular rodeados de gente que hablaba en griego (creo que ya os he hecho saber que eso me encanta). Y, al acabar, subimos una carretera que llevaba hasta una fortificación. Sí, otra vez. Allí han reconstruído un poblado que existía en la edad media. No tengo ninguna duda que se hizo con vocación de atraer turismo. Eso suele ser sinómino de engendro. Pero os prometo que no es el caso. En mi opinión, no sé si han conseguido mantener el espíritu de la ciudad medieval porque nunca viví en aquella época, pero sí que lo parece.

En una de las paredes de la montaña subía uno de esos caminos de película, que zigzaguean hasta llegar arriba, donde encuentras la ciudadela militar. Desde arriba la vista era espectacular. Algunos de los cortes daban mucha impresión. Además, corría un aire que daba la impresión que podía tirarte abajo. Casi te acercabas gateando. Si algún día hago una película ambientada en la edad media…

Esa noche cenamos en Mistras, a los pies de la antigua ciudad. Son 4 calles y todos turistas pero sin masificaciones. Un simple compás de espera para, al día siguiente, atacar la subida a Mistras, que también está encaramada en una montaña.

Al día siguiente nos levantamos temprano. Hacía tanto calor como siempre y, como Mistras es grande, prometía ser tan duro como bonito. La visita, de unas 4 horas, mereció mucho la pena porque te daba una idea de cómo se distruía un poblado en aquella época.

Para empezar, sorprendía la cantidad de templos bizantinos que tenían. Llama la atención que, disponiendo de tan poco espacio, «malgastaran» tanto en la fe, lo que demuestra lo importante que era para ellos. Además estaban los monasterios (creo que 5) que estaban en los límites de la ciudad tocando a las murallas. Imagino que los otomanos debían estar encantados con esto: los más fáciles de matar eran los siervos de la fe.

En la parte superior, como siempre, estaba la ciudadela. Los militares eran listos: siempre cogían los puntos con mejores vistas de la ciudad y, además, los más seguros. Con la excusa de que era el mejor lugar para tomar decisiones de estrategia militar, se quedaban con el mejor terreno. A ver si aprendo…

Por la tarde nos dimos cuenta de algo: habíamos acabado la parte del viaje histórico. Para celebrarlo (o para lamentarnos, aún no lo sé) fuímos a cenar a Esparta. Fue una bonita metáfora: es una ciudad de una enorme trascendencia histórica como todo lo que habíamos visto pero en el que no quedaba ningún resto, como todo aquello que nos quedaba por disfrutar.

Por supuesto, también allí había un Goody’s y, después de tomar un café frapé, cenamos allí creo que pasta. Estábamos a algo menos de 300 kilómetros de Atenas y a las 10 debíamos estar en el aeropuerto para tomar un avión, así que debíamos levantarnos muy temprano. Eso hizo que nos fuéramos a dormir muy temprano. Sólo quedaban unas horas para visitar una isla preciosa: Santorini.

Viaje a Grecia (III): Corinto y Micenas

El día 19 de Agosto nos levantamos y, después de desayunar con vistas a los techos de los edificios atenienses (el hotel tenía el restaurante en el ático) y recordando las visitas al acrópolis y alrededores. Este día iba a ser diferente. Tomaríamos el coche y nos iríamos al Peloponeso, que es la península más occidental del pais.

Recogimos el coche después de haber observado que la gasolina allí está bastante más cara que aquí y que los precios oscilan muchísimo. Teníamos que cruzar un istmo, es decir, una estrechez de tierra que une una península al continente. En este caso es especialmente estrecha si la comparamos con la que tenemos aquí en España. De hecho, son unos 6 kilómetros de ancho. Es curioso ver mar a dos lados de costa sólo separados por 3 minutos de coche.

La primera parada sería en Corinto. Sus ruínas tienen varios encantos. Se trata de una de las ciudades estado más importantes de la época gloriosa de la antigua Grecia. Era filoespartana, así que estaba bajo su influencia. Y, además, fue allí donde, según la mitología, reinó Sísifo. Sísifo fundó la ciudad y, gracias a su inteligencia, la convirtió en una ciudad próspera. Hasta aquí muy bien pero… era mala persona. Capaz de robar a los viajantes e, incluso, matarlos por su lucro personal.

Tan osado era que, cuando llegó la hora de su muerte le pidió a su mujer que no hiciera ofrendas. Pretendía así engañar a Hermes, el dios del inframundo, para que le dejara salir y convencer a su mujer. Claro que, cuando salió ya no quería volver. Al final no tuvo más remedio que aceptarlo. Y, para colmo, se vio obligado a cumplir una pena terrible. El pobre Sísifo está ahora en el inframundo subiendo una enorme piedra a la cima de una montaña y, cuando está a punto de llegar, se le cae rodando de nuevo hasta abajo y, obligándole a volver a intentarlo.

El hecho de que San Pablo montara allí un grupo de cristianos y les cuidara con sus epístolas debía de tener un valor simbólico muy fuerte porque, en aquella época (sobre el 50 d.C.)  Corinto tenía fama de ciudad… alegre. Es más, en el templo de Afrodita habían más de mil de prostitutas sagradas para conectarse con su trascendencia. Vamos, lo que hoy vulgarmente llamamos orgías…

Lo que allí queda son los restos del ágora, una parte de la vía de Lequeo,  que iba desde el ágora hasta el puerto y, sobre todo, los restos de un templo dedicado a Apolo. Tenía una preciosa fotogenia. Cuando la mirabas por un lado, de fondo podías ver el mar. Por el otro, una montaña coronada por una increíble fortificación otomana, que se plantó allí en la edad media.

Una vez recorrimos la vía de Lequeo y comimos en un restaurante donde la camarera era encantadora (siento no poder deciros el nombre), tomamos de nuevo el coche. Y si Corinto tenía encanto, lo que íbamos a ver aún era más espectacular porque se trata de la ciudad más poderosa del segundo milenio antes de Cristo de la región helénica: Micenas.

Lo que queda es la Acrópolis, la parte más alta de la ciudad, que tenía unas murallas ciclópeas. Tan gruesas que, años después, los griegos pensaron que sólo podían haberlas construído los cíclopes, que eran unos gigantes con un solo ojo. Al entrar hay una puerta guardada por un par de leones.

En la parte superior, mientras nos derritíamos a 40 grados, los muros apenas levantaban medio metro del suelo. Paseamos por el lugar donde vivían los soldados y también por donde enterraban y vivíoan los reyes. Buena parte de la fortificación fue destruída por un incendio. Muchos de los carteles explicativos que había al lado de las ruínas acababan con la misma frase: «esta parte del Acrópolis fue destruída en un gran incendio». Incluso una familia de ingleses encontraban divertido que las explicaciones siempre acabaran igual.

A los pies de la acrópolis había una tumba que tenía algo de las grandes tumbas egipcias. Por supuesto en un tamaño mucho menor y siendo mucho menos espectacular. Pero tenía algo de su magia y de su buscada grandiosidad. Su entrada era angosta y su interior era una enorme cúpula enterrada bajo tierra.

Cuando salimos de allí éramos un cocktel de emoción, deshidratación y piel roja como un pimiento. No era demasiado tarde y podríamos haber hecho alguna parada más. Pero estábamos cansados y preferimos ir al hotel, que estaba en Trípoli, una de las ciudades más importantes de la zona sin ningún interés histórico.

La mayoría os dirán que no tiene interés turístico. Yo… discrepo. Ir a visitar un país como Grecia tiene un interés enorme. La cantidad de ruinas es abrumadora. Pero eso te aparta de los griegos de verdad. Trípoli para nosotros fue justo eso, el contacto con la gente normal. Los pantalones cortos y las gorras orteras desaparecieron y nos vimos rodeados por gente que no sabía inglés. Comprar una botella de agua te obligaba a utilizar el Cromañón, auténtico esperanto. Un buen sonido gutural con un dedo señalando lo que quieres es suficiente para ir a cualquier parte del mundo.

El hotel, además, era fantástico. De hecho, se lo cobraron. Teníamos una preciosa terraza que aprovechamos después de dar un paseo por la ciudad. Fue, sin duda un buen colofón para uno de los mejores días que pasamos en Grecia y la mejor forma de cargar pilas para cubrir los más de 250 kilómetros que hicimos el día siguiente.

Viaje a Grecia (II): Atenas

A parte de la Acrópolis, Atenas tiene muchas más cosas en forma de ruinas. Cuando bajamos de la piedra sagrada pasamos por una roca, que resbalaba una barbaridad que llamaba mucho la atención. Por lo visto se llama Areópago y es el lugar en el que, según la tradición griega, se realizó el primer juicio de sangre de la historia después de que Ares, dios de la guerra, asesinara a uno de los hijos de Poseidón.

Subimos a pesar de que resbalaba muchísimo allí donde en el s. V a.C. se enjuiciaba a los criminales. Desde alli tuvimos la oportunidad de ver una bonita estampa de algo que visitaríamos a continuación: el ágora griego.

Una de las cosas interesantes de viajar a un sitio así es que acabé refrescando casi sin quererlo, muchas palabras que sólo había pronunciado para decir que no recordaba exactamente qué eran: órdenes jónico, dórico y corintio, friso, establamento, metopa o triglifos son sólo algunos ejemplos.

Los ágoras que visitamos, que fueron unos cuantos, te debajan muy clara la estructura típica de este tipo de centros urbanos. En esencia, eran centros con edificios públicos rodeados por estoas, que son porches cubiertos con montones de columnas y que hacían de entrada. Es el edificio que hay a la derecha de la foto perfectamente reconstruído. Por lo visto se llenaban de tiendas y también de filósofos educando a sus pupilos.

Y al salir de ahí nos dirigimos al barrio de los alfareros. Más allá de las ruinas y el museo que también puede visitarse allí, hay una historia mítica muy bonita. Según la mitología griega, Deméter era la diosa de la agricultura, de la vida y de la fertilidad. Y su hija Perséfone fue secuestrada por Hades, el dios del inframundo. Deméter empezó a buscar a su hija y descuidó sus funciones con lo que llegó el invierno.

Deméter acabó encontrando a su hija y pudo sacarla de allí, por lo que llegó la primavera y, de nuevo, la vida. El problema es que Perséfone había comido frutos de una granada del inframundo y nadie que hubiera probado comida de muertos podía volver al mundo de los vivos. Pero llegaron al acuerdo que Perséfone pasaría un tercio del año en el inframundo. Y así llegaron las estaciones.

En una población muy próxima, Eleusis, había un santuario dedicado a Demetra y su hija Perséfone. Y durante 2000 años se hicieron peregrinaciones que salían de este barrio en lo que se conocía como misterios de Eulesis. ¿Sabéis cuándo se perdieron? Pues cuando el emperador Constantino I, no sólo legalizó el cristianismo sino que hizo todo lo posible por acabar con el paganismo. Y los misterios fueron reprimidos.

Cuando los romanos llegaron a la ciudad también montaron su centro de reunión público: el foro romano. Es algo más pequeño que el ágora romano (o a mi me lo pareció) pero su pequña joya es la torre de los vientos. Es una torre octogonal en la que cada una de sus caras hay un relieve relacionado con la deidad del viento correspondiente. Y, por lo visto, dentro había una clepsidra. Sé que suena fatal pero tranquilo, no te estoy insultando. Es un reloj de agua.

Antes de subirnos al monte Filopapos visitamos dos cosas más. La primera es un templo ortodoxo muy chiquitín que tiene un encanto enorme: la Panagia Gorgoepikoos. Está justo al lado de la actual catedral y en la época que se construyó (s. XII)  tenía espacio suficiente. Da una idea de cómo esta ciudad decayó con el tiempo…

Y acabamos visitando el templo de Zeus Olímpico. Se trata del templo más grande jamás construído hasta la época de los romanos. Tardó muchos años en construírse porque tuvo pausas enormes. Creo que fue Aristóteles que lo puso como ejemplo de desmesura, algo que a los dioses no les gustaba demasiado. Pero muchos años después, el emperador romano Adriano se decidió acabarlo bajo la premisa de su increíble tamaño.

Cuando bajamos de Filopapos intentamos encontrar algún sitio para cenar que no fuera para guiris. He de decir que lo conseguimos a medias. Encontramos una cadena de hamburgueserías que se llamaba Goody’s. Sé que no suena muy griego. No era nuestra intención pero es que a lado y lado sólo veíamos cafeterías y el hambre apretaba.

Pero eso sí, ni un solo guiri a la vista. Y, además, resultó ser el fast food líder del país creado por un griego. Por cierto, su carta es mucho mejor que cualquiera de las que podemos probar por aquí. Goody’s nos acompañaría algunos días más porque no sólo se podían pedir hamburguesas (también tenían ensaladas y diversos tipos de pasta) y estaba por todas partes.

Cuando llegamos al hotel caímos rendidos ya con la cabeza puesta en el al día siguiente el calor seguiría apretando y que, además, debíamos recorrer unos 200 kilómetros. Íbamos a conocer la cuna de la cultura helénica: Micenas, la capital de un poderoso imperio del s. XV a.C..

Viaje a Grecia (I): Acrópolis

Este verano, con mi pareja, nos hemos ido de viaje a Grecia. La idea era hacer un mix de vacaciones cañeras y de vacaciones tranquilas. Así que, a priori, Grecia era un destino más que adecuado porque es una suma de ruinas cargadas de historia y de islas donde hay poco más que hacer que disfrutar de vistas y de playas.

Así que el día 17 de Agosto, tomamos el avión muy temprano y, después de una escala en Praga, aterrizamos en Atenas. El recibimiento fue un golpe de aire caliente en la cara. No os podéis imaginar el calor que hemos llegado a pasar. En Atenas las máximas rondaban los 40 grados. Eso cuando estás en casa es duro, pero cuando estás visitando ruínas en las que no hay una sombra, inhumano.

Pero superada esa fase de sufrir el calor, pones los pies en el suelo. La primera impresión que te llevas de Atenas es que se trata de una ciudad sucia, con mugre por todas partes. Los edificios no tienen ningún interés y no parece que los atenienses traten la ciudad como se merece.

Tras la primera pequeña decepción, dejamos las cosas en el hotel y fuímos a pasear a dos de los barrios más típicos de Atenas: Plaka y Monastiraki. Están señaladas como zonas turísticas y no se equivocan. Son dos barrios de calles estrechas con alguna pequeña iglesia por en medio, restaurantes para guiris y camisetas por paredes. La conclusión es tan dolorosa como evidente: no me gusta nada.

Teníamos sólo un día y medio en Atenas, así que el día entero era para ver los típicos lugares. Así que, al día siguiente, nos levantamos temprano y a las 8 y poco entrábamos en la Acrópolis. Todo la desilusión que te llevas al ver la ciudad, se compensa cuando entras en el recinto a pesar de que deberíamos haber ido más tarde para no coincidir con los cruceros (que también lo visitan a primera hora). A parte de un par de teatros y una estoa a sus pies, la Acrópolis tiene 3 cosas casi de visita obligatoria.

Eso sí, antes de verlas tienes que subir las escaleras que dan acceso a la superficie de la acrópolis, los propileos. Aunque había demasiada gente, eran una pasada. Con la emoción contenida de que saber que todo aquello se había construído nada menos que 3500 años y que, en pocos segundos, tendría ante mi el Partenón. Tan contenida que, en la foto, lo disimulo muy bien. Yo creo que era calor.  Y eso que no eran más de las 9…

La más importante de estas tres cosas a ver, por supuesto, es el Partenón. Antes de salir leí bastante sobre lo que íbamos a visitar, pero el Partenón es tan conocido que no voy a contaros gran cosa. Intento imaginarme a la gente de aquella época cuando se plantaban delante de aquellas increíbles columnas, con sus proporciones perfectas.

Dentro estaba dividida en dos naos. En una de ellas había una estátua de Atenea, la diosa de sabiduría, altísima. Debía ser muy impactante allí dentro. La segunda estancia, por lo visto, sólo podía ser visitada por sacerdotisas. Sí, imagino que esta estampa no es muy científica, pero no puedo evitar imaginármelas consumiendo drogas, semidesnudas y conectándose con su trascendencia en una especie de orgía. ¿Os imagináis alguien mejor que Tinto Brass para reflejar una escena así? ¡Yo lo fichaba!

Pero también hay dos templos a su alrededor que tienen un encanto especial porque están relacionadas con la propia historia mítica de la ciudad. Nada más entrar, a la derecha queda el templo de Atenea Nike. No tengo fotos porque era una montaña de andamios. Pero fue allí donde el rey de la región Ática, Egeo, esperaba a que su hijo Teseo volviera vencedor de su enfrentamiento con el minotauro. Estaba tan nervioso que le pidió al hijo que, si vencía, cambiara las velas negras del barco por unas blancas. Pero el hijo, aunque volvía vencedor, estaba despechado por Ariadna y olvidó cambiarlas. Dicen que Egeo esperaba sobre el templo para ver llegar el barco cuanto antes. Y cuando vio las velas negras, se suicidó tirándose al mar al que luego dio nombre.

El otro templo es el Erecteion, que tiene las cariátides, estás preciosas columnas con forma de mujer. Fue allí donde Poseidon y Atenea se disputaron covertirse en el protector de la ciudad. He leído varias versiones sobre cómo se produjo, pero más o menos, todos vienen a coincidir en que cada uno de los dioses tuvo que entregar algo a la ciudad. Poseidón clavó su tridente justo al lado de este templo (algunos afirman ver el golpe del tridente en una piedra), y brotó una fuente. Pero era de agua salada. Atenea, en cambio, hizo crecer el primer olivo, dando alimento a sus ciudadanos. Una de las versiones dice que fueron los dioses quienes tomaron la decisión. Otra que los ciudadanos optaron por Atenea. La última, es que los hombres votaron Poseidón y las mujeres a Atenea. Ganaron ellas. Pero para no enfurecer a Poseidón más de la cuenta, le quitaron el voto a las mujeres. Bonita manera de justificar su no derecho a voto, ¿no os parece?

Aunque durante el día visitamos algunas cosas más, que contaré en los próximos posts, el día de visitas lo acabamos en el monte Filopapos, que está muy cerquita de la Acrópolis. Desde allí hay una vista envidiable del monte sagrado. Fue un bonito colofón al paseo por la ciudad griega.

(Esta es la vista desde Filopapos. A la izquierda están los propileos, la montaña de andamios esconde Atenea Nike. A la derecha el Partenón y, entre los propileos y el Partenón, el Erectión con las cariátides)