Michael Haneke y el fin de la civilización

Nunca había prestado demasiada atención a Michael Haneke. Había visto alguna película sin acabar de darle demasiada importancia. Pero fui al cine a ver La cinta blanca y me pareció una película genial, cuidadosa con lo que muestra y lo que esconde, y con un excelente sentido del ritmo. Así que decidí ir a ver el resto de films y descubrir sus constantes. Y me he llevado una grata sorpresa.

Creo que leí no hace mucho en Cahiers du cinema que algunos directores hacen películas interesantes pero que, cuando miras la filmografía en su conjunto, ganan aún más interés. De alguna manera, las relaciones que establecen entre ellas las hacen ganar galones. Claros ejemplos son Woody Allen o Ingram Bergman.

La filmografía de Haneke mantiene varias constantes que están presentes en casi todos sus films; la violencia gratuíta, la no conclusión del relato, los menores de edad, los ambientes burgueses bienestantes, la suspensión del tiempo…

Quizás el elemento más evidente es una violencia gratuíta, que parece no tener un origen claro. Desde los orígenes de su cine (ya desde El vídeo de Benny, hasta La cinta blanca pasando por Funny Games o Caché) la violencia golpea al espectador. Es una violencia que llega sin avisar, sin suavizar y sin nada de compasión, que te rasga el alma. Llegas a preguntarte por qué, pero no obtienes respuesta. La violencia se ejerce porque sí. Por el puro placer del ejecutor y sin concesiones.

El horror que nos produce se ve multiplicado por diversos factores. En primer lugar, esta violencia curiosamente, suele producirse fuera de campo. Tanto da si es una cámara que no está bien encuadrada, como en El vídeo de Benny o si la cámara está preocupada por alguna cosa absolutamente banal, como en Funny Games. Así, es el espectador el que pone la tripa y la sangre. El que pone el dolor que se corresponde con esos sonidos que vienen de otra parte del campo. De ese campo invisible que se nos hace presente.

Otro elemento añade aún más fuerza a esa violencia. Los ejecutores suelen ser gente joven, si no niños. El cliché dice que son fuente de pureza. Están limpios, inmaculados. Por eso, cuando se convierten en verdugos son aún más terribles. De hecho, el género del terror los ha utilizado a menudo, como en Los niños del maiz, El buen hijo o Los sin nombre. Pero el tono de los films de Michael Haneke, mucho más cerca del drama que del thriller, lo hace aún más punzante.

Los ambientes de Haneke suelen ser espacios burgueses. Incluso  me atrevería a decir que ese es, para él, el origen de todo mal. Las clases dominantes, presionadas por la apariencia y la ostentación y por la no aceptación de los defectos, acaban abocando a sus hijos en criminales sin compasión. Incluso en los films en los que no hay una violencia muy fuerte, las clases dominantes ejercen de diferentes maneras violencia sobre resto de mortales e, incluso, de sus propios pupilos.

En sintonía con este concepto de la burguesía, que pretende esconder sus puntos negros bajo un telón blanco y de la supuesta inocencia de los niños, en el cine de Haneke predomina el blanco. Un blanco que, conforme pasan los años, se torna más caustico, más penetrante. El caso de la segunda versión de Funny Games o La cinta blanca es muy evidente.

En El castillo, adaptando a Kafka, un pobre agrimensor llega a un pueblo gracias a una oferta de trabajo. Pero allí, las estructuras burocráticas le impiden ejercer su profesión. De nuevo las clases dominantes impiden el desarrollo normal del ser humano en su sentido más amplio.

En La pianista son la represión de los impulsos sexuales, y el mostrar la relación entre la protagonista y la madre como normal (cuando encierra un alto grado de violencia) las que llevan al personaje de Isabelle Humppert a tener una grave desviación en su conducta sexual.

Incluso en El tiempo del lobo hay un evidente juego de clases; los urbanitas, que se hacen presentes en los diálogos pero siempre fuera de campo, y la gente de campo que se ve abocada a un sistema represor y sin una fuente clara de energía ni alimentos.

Así, parece que la auténtica constante en el cine de Michael Haneke es la jerarquización social y como esta produce un desajuste que lleva a la histeria. Con su cine, y con el protagonismo que da a los niños, parece estar anunciando el fin de nuestra civilización. El fin de una estructura que no es capaz de sostenerse a si misma porque sus cimientos, los valores, han desaparecido.

Desde el punto de vista de la estructura narrativa, Haneke no suele clausurar el relato. En realidad, no parece necesario. Yendo más allá, parece ser una herramienta útil para dar aún mayor intensidad a la violencia. El culpable queda impune, con una sociedad débil a sus pies que no podrá evitar sufrir otra vez su violencia.

Además, Haneke tampoco tiene problemas en suspender la acción, en aguantarla en un suspenso. Casi levitando en el aire a la espera del siguiente mazazo. Puede incluso llegar a ser doloroso, irritante y frustrante. La espera puede llegar a hacerse eterna en la búsqueda de respuestas y del sentido que tenemos los espectadores en la búsqueda de la causa-efecto.

En la misma línea, los planos tienden a ser largos. Algunos films, incluso, cuentan sus escenas por planos secuencia, como en el caso de Código desconocido. Obsesivo de la dirección interpretativa, esta decisión le ayuda a mejorar el trabajo de los actores. Y sus coreografías son acertadísimas para evitar convertir esos planos largos en aburridos.

Otro elemento clave en Haneke son los elementos distanciadores que introduce. Es decir, las veces que nos anuncia que nosotros somos espectadores de una ficción. Ya sea con miradas, e incluso charlas, a cámara y al público, con rebobinados de lo que estamos viendo y haciendo muy presente la televisión y el vídeo en el desarrollo de sus historias.

Por último, es interesante hacer el ejercicio de ver las dos versiones de Funny Games que Haneke ha hecho. Con la misma planificación y pequeños cambios estéticos a causa de los 10 años y los recursos económicos que las separan, es interesante ver los matices y como, muchas veces, lo importante no es el dinero sino el concepto que se busca transmitir.

He descubierto en Michael Haneke uno de los mejores directores de cine contemporáneo. No cabe sino tomarse en serio su cine, sus argumentos y su discurso visual cuando quedas atrapado en sus dominios. Para él, el cine es un vehículo de verdad. Por eso nos despierta a menudo de la ensoñación. El nos quita la red, desnuda al mundo y el vértigo nos sobrecoge como si se tratara de un heraldo del fin del mundo.