Una de las lecturas más estimulantes que ha caído a mis manos en tiempo es “Me cago en Godard!”. Lo más brillante del ensayo de Pedro Vallín es la absoluta obviedad de su tesis central que, sin embargo, pasa desapercibida para la mayoría de nosotros. Como en el cuento de Andersen nos señala que vamos desnudos, aunque con menos inocencia que el niño del relato.
Vallín afirma que, impregnada de soberbia marxista, la crítica europea castiga el cine de Hollywood y premia, desde su atalaya, historias de personajes ensimismados en problemas burgueses del yo. A sus ojos, los films norteamericanos son más emancipadores y anticapitalistas. El texto despliega multitud de ejemplos con los que justifica sus argumentos.
Acierta y mucho. Retrata con gracia y mala leche al público de arte y ensayo. Les (me) pone delante de un espejo con un reflejo arrogante y altanero. Pero creo que falla en un aspecto importante y, como amante del cine que critica, no puedo sino agarrarme a ello. ¡Qué difícil se me antoja expresar que acepto su argumentario y, sin embargo, hacer este post poniendo el acento en las discrepancias! Este nudo gordiano puede deshacerse inspirándose en el amor por la controversia que destila el autor.
Estoy alejado de posiciones marxistas, pero quizás, como el niño russelliano, y sumergido en el ecosistema europeo, disfruto más con el cine de Auteur que con el blockbuster. No por ello voy a discutir lo indiscutible. El cine europeo tiende a construir personajes con conflictos de identidad que sólo se dan cuando el estómago no ruge. Es cierto que hay un indisimulado sentimiento de superioridad en la sentencia de que el cine de Hollywood es escapista, pero eso no lo hace necesariamente falso. Géneros como el western o el cine de superhéroes quizás son emancipadores, pero invitan al individuo a asumir responsabilidades que hemos convenido otorgar a lo público.
Sea como fuere, es cierto que no hay razón para sentirse culpable por disfrutar de un blockbuster. Al contrario, celebro con efusión cada vez que me pasa. Y es que el gran problema de Hollywood no son sus valores. Al fin y al cabo, los snobs que nos emocionamos con “El triunfo de la voluntad”, de Riefenstahl, no nos damos de alta en el partido nazi el día después.
El gran problema es la repetición de fórmulas hasta la extenuación. No niego que el libro me ha hecho cambiar mi perspectiva sobre los remakes con su acertado e interesante análisis de la tradición cuenta cuentos de la costa oeste americana. Pero discrepo en que esa sea la razón central por la que hoy la industria abusa de la repetición. Cuando una fórmula que le funciona, la explora hasta desgastarla y convertirla en un tedioso sinfín de convencionalismos. Y, al ritmo de producción que sigue, este desgaste se produce en un poco puñado de años. La última vez que fui al cine hace un par de semanas, de seis trailers, tres eran historias de superhéroes. Exprimir hasta que el tedio lleva a los espectadores a un nuevo género…
Quizás la autoría es soberbia, voluntad de apartarse del populacho y encarecer la obra. Pero no sólo. Es en el cine de autor donde se explora fuera de los marcos preestablecidos, donde se juega con los límites del relato, donde se experimenta. También hay convencionalismos y conforts para el público que se siente cómodo en lo supuestamente alternativo. Pero deja un espacio para la verdadera exploración. Allí se encuentran los márgenes en los que construyen las fórmulas que, con una década de decalaje, Hollywood explota hasta la saturación. ¿O puede explicarse el New Hollywood sin la Nouvelle Vague? ¿El cine negro sin el expresionismo alemán? ¿El cine contemporáneo sin los Sundance Kids? Hollywood es tan business que no puede permitirse innovar.
La industria piensa en beneficios y hace bien. No les pido que asuman un rol que no es el suyo. Pero, ¿qué sería del cine comercial si no fuera por los Auteurs soberbios que exploran los límites del medio? Así pues, son dos mundos que se quieren y se odian. Que se reprochan y se envidian. En definitiva, que se necesitan.