Esta semana me han dado una noticia de esas que te ponen los pelos de punta; un familiar muy joven le han detectado una de esas enfermedades que da miedo pronunciar. Por fortuna, parece que no hay nada que temer más allá de una operación sin más riesgos de la cuenta.
Así que, después de un buen susto, es inevitable que surjan diversos tipos de reflexiones todas de gran calado. Te preguntas mil cosas acerca de la persona afectada, de tu relación con él, de cómo hubiera afectado a la familia de haber revestido la gravedad que otros casos tienen. E incluso, algunas conversaciones que en su momento parecían casi banales, toman un relieve diferente y una trascendencia difícil de asumir.
Y también surgen preguntas y reflexiones más personales. Me quiero parar en una. Cuando sufrimos un trago como este, el desasosiego hace casi inevitable pensar en «la fragilidad de la vida» y, sobre todo, en «debería ser capaz de disfrutar de los pequeños momentos».
Y, de repente, me surge la pregunta; casi todos pensamos en los «pequeños momentos» cuando el miedo llama a nuestra puerta. Un miedo real, consistente. Que te hace consciente de que puedes perder algo muy valioso y a lo que no le has dado demasiada importancia porque la das por descontada. ¿Cómo podemos ignorar en la vida diaria algo tan obvio? Y no llego a demasiadas conclusiones, sino más bien a otro buen puñado de preguntas.
¿Cuáles son esas pequeñas cosas? Solemos relacionarlas con elementos cotidianos, por definición tibios pero con un punto positivo. Al levantarnos por las mañanas y encontrar a alguien al otro lado de la cama, a poder calentar la taza de leche de nuestro hijo, al café con nuestros padres, o a una cerveza con los amigos. El problema es que, cuando las vivimos en presente, son signo de que toca ir a trabajar, de que los niños acaban por ocupar el muy escaso tiempo personal agotando nuestras energías, de que tienes demasiadas obligaciones familiares o que justo el día que hemos quedado para la cerveza estamos tremendamente cansados del trabajo de toda la semana. Parece pues, que es una especie de defecto congénito.
Por otro lado, el ser humano es un animal ambicioso. Estamos diseñados para, una vez tenemos satisfechas ciertas necesidades, buscar nuevos retos. Una vez tenemos pareja, familia, amigos, un trabajo, intentamos aprender cosas nuevas, una casa más cómoda, un sueldo más alto… Parece que olvidamos que lo realmente importante es poder comer y gente que nos quiera, pero porque lo asumimos como algo básico. Eso nos hace crecer y, visto así, no parece malo.
Entonces, ¿descuidamos las cosas importantes? ¿Realmente son las cosas pequeñas las que tienen valor? Y llego a dos conclusiones;
– Sólo nos damos cuenta del valor de las «cosas pequeñas» cuando nos topamos con una «cosa grande» negativa. Es decir, necesitamos que pase algo enorme para ser conscientes de la importancia de lo pequeño. Es una de las mayores contradicciones con la que nos topamos en la vida.
– No recuerdo ningún momento «pequeño» importante en el que no fuera especialmente feliz, lo que le hace abandonar su papel de suceso «pequeño». El catálogo, en realidad, es muy pequeño. Aquella canción que escuchaste en ciertas circunstancias, o aquel día que, tumbado en un descampado saliendo del invierno, el sol te calentaba lo justo para sentirte en un estado de confor increíble.
Si es una lección que hemos «aprendido» tantas veces, ¿por qué la olvidamos tan facilmente? A mi sólo se me ocurre una respuesta; en realidad las «cosas pequeñas» no son tan importantes como decimos. Al menos no lo son más que las «cosas grandes». Las cosas pequeñas son imprescindibles, te permiten sobrevivir. Pero no se trata de eso; queremos ser felices. Y las pequeñas cosas, aunque hablemos mucho de «la felicidad de los momentos pequeños» es una verdad vacía, inexistente.
Sin las cervezas con los amigos seríamos muy infelices, pero lo que nos hace vibrar es ir a hacer puenting con ellos. Imagino que es fantástico calentarle la leche cada mañana a tu hijo, pero lo que enorgullece a los padres es el primer paso, las primeras palabras, o la entrada en la universidad.
Estos días le he dado muchas vueltas al tema y no estoy muy seguro de qué pienso. Realmente es una cuestión dolorosa. Ojalá esta vez sea capaz de asumir la importancia de esos «momentos pequeños» pero, ¿podré? ¿Aprenderé la lección esta vez? ¿O debo seguir aspirando más allá de lo «pequeño»?