El árbol de la vida es una de esas películas con vocación de trascendencia de la que es imposible que se te escape un spoiler explicando de qué va porque lo importante es cómo va. El relato se centra en una familia y, en especial, en la relación de un padre y un hijo en la América de los años 50.
La propuesta de Terrence Malick es un interesante viaje por el yo del espectador, impriéndolo de multitud de subjetividades personales que hacen la interpretación del film un esfuerzo de buscar entre los rincones de tus vivencias. Personales. Algunas de ellas (las más) dolorosas. Y con voluntad de trascender.
Transposiciones, metáforas, escatología, relación con Dios… Todo ello de forma suave. Olvidando la relación causa-efecto típica del cine, dando pie a que el espectador rellene con sus vivencias los espacios vacíos. Sin hacer obligatorio una interpretación única y unívoca. Más bien provocando que el espectador se plante frente a un abismo que debe explorar en su intimidad. Fuera del marco propio del film. Más trascendencia…
El film se compone de una serie de episodios no necesariamente cronológicos en el tiempo. En primer lugar nos muestra el dolor de una familia tras la muerte de uno de los hijos. Un dolor penetrante, agudo. Las voces en off casi a susurros nos invitan a oir el silencio que deja la pérdida.
Enlazado de una forma tan sutil que casi escapa a la comprensión del espectador, enlaza con el capítulo más trascendente. En una secuencia que inevitablemente recuerda a 2001: Una odisea en el espacio, Malick se permite una disgresión profunda, casi diría mítica, de la creación del universo. Y la aparición de la vida.
El despliegue de artificio es considerable. La plasticidad y la belleza de cada plano es indudable. Por unos minutos nos recuerda nuestra pequeñez, casi ridícula. En mi opinión, surge una pregunta ineludible para la que jamás tendremos respuesta: ¿Qué sentido tiene tanto dolor por la pérdida de algo tan insignificante como una vida humana comparada con el Universo? Y, sin embargo, es inevitable. Terrible paradoja.
Las referencias a un Ser Superior (aunque la visión cristianas es evidente, me atrevería a decir que va más allá) palpitan en cada imagen. Los planetas se convierten en un vientre maternal dispuesto a cobijar nuestras insignificantes y, a la vez, preciadas vidas.
Y este capítulo lo cambia todo. Cuando la película recupera la historia de la familia siendo los hijos unos niños y cuando todavía no ha ocurrido la desgracia, todo pasa a ser algo más. La Tierra, brutal al principio, se amansa para criarnos. Tiene su propio líquido amiótico en el agua. El agua, como Dios, se convierte en fuente de vida. Y de muerte. Es la figura de algo Superior tan terrible y tan manso como la propia Tierra la que recorre todo el fluído. Y se transpone con Él.
Un niño, no directamente relacionado con la historia, muere ahogado en el agua. Y el protagonista, el hijo mayor que se acerca a la adolescencia con multitud de dudas, se pregunta por qué servir a un Dios que permite cosas tan terribles.
No es lo único que nos ofrece la Tierra maternal. Nos da herramientas para trascender: los árboles que, en su magnífico crecimiento, nos acercan a la casa de los dioses, el cielo. La Tierra, como Dios, principio y fin de todo. En ella fluye el agua. En ella crecen los árboles y sobre ella descansa el cielo.
Y entonces el protagonismo lo toma la relación del padre y el hijo. Tan amoroso como cruel, esclavo de sus propias aseveraciones. El niño tiene preguntas para las que no tiene respuesta. Y el padre, como Dios, le exige el cumplimiento de unas normas con las que él no es coherente. Y Dios vuelve a hacerse verbo, materializado en ese padre que no cumple con lo que pide. Que le ama, pero que también le maltrata.
Por último, un desenlace cargado de simbolismo. Liberador. En la actualidad, ese niño que perdió a su hermano, es mayor. Tan perdido como cuando era un inberbe. Un ascensor le acerca al cielo. Un cielo que le da la oportunidad de superar la muerte de su hermano. De mirar al futuro con otros ojos. Sus padres, su familia… Multitud de personas le reclaman que se dé una nueva oportunidad.
La película prácticamente cierra con el plano de Sean Penn (el hijo adulto) bajando por ese ascensor. Ya puede bajar a la Tierra. Por fin consigue escapar. Trascender de la muerte de su hermano y recuperar su vida propia.
Ni siquiera he hablado de los actores. Tanto Sean Penn como Brad Pitt están muy bien. La mujer, los hijos… Todos ellos hacen un enorme trabajo. Pero es tal la talla del trabajo de dirección que quedan como el mero acompañamiento de un trabajo brillante.
Si el film acabará trascendiendo su época o no es algo que sólo podrá decidir el tiempo. Historias tan intrincadas suelen dar la nota final pasados años. El trazo de su guión y la perspectiva de su fotografía, afinada con el montaje, me han seducido tanto que estoy seguro de que, cuando revisemos la nota, lo haremos al alza.