Si Bergman ya era un personaje admirado gracias a títulos tan reconocibles en su filmografía como «un verano con Mónica», «el septimo sello» o «fresas salvajes», «Persona» lo convirtió definitivamente en un referente cultural en todo el mundo.
«Persona» es la consecuencia de una crisis de estrés del director. Había asumido el timón de la academia de cine sueca y acabó en un hospital. Fue allí donde las primeras líneas de este maravilloso guión empezaron a fluir tratando de contestar a preguntas muy dolorosas para él, y sin realmente responder a ninguna de ellas. De hecho, casi retóricas, son muy típicas en el cine nórdico, ya cuando Dreyer marcara las líneas directrices.
Bergman se cuestiona sobre las relaciones humanas, sobre la fragilidad de la confianza, sobre cómo el miedo y el dolor y el resentimiento transmutan el amor en odio y lo hacen insoportable. Sobre la incomunicación, verbal y no verbal, que termina por quebrar la amistad más solida.
Ligado a todo ello, Bergman se pregunta cómo de diferentes somos los unos de los otros, o si las diferencias no son más que creaciones mentales, representaciones, que nos hacemos para justificar nuestros actos. Los dos personajes interpretados por las increíbles Bibi Andersson y Liv Ullman – que, por cierto, por azares de la vida nació en Tokyo – no son más que dos caras de una misma moneda, con los mismos miedos y las mismas expectativas. Lo que las separa es la frontera del conocimiento. Liv Ullman sabe que no merece la pena ni siquiera actuar de uno mismo mientras que Bibi cree en un futuro ilusionante. Pero no tardará en darse cuenta de que nada merece la pena. El conocimiento es poder, y eso tejera alrededor del personaje de Ullman un halo de magnetismo intrigante, esencialmente atractivo y, sin soltar una sola frase – de hecho, su debilidad se hace patente en el momento que abre la boca – controlará sin dificultades a su enfermera.
Y eso nos lleva a la gran pregunta del film, ¿merece la pena «representar» nuestra propia vida? Y más allá, ¿merece la pena la representación en sí? El cine confiere de verismo a los discursos. Es Liv, mientras que nosotros no somos más que pobres Bibis, contando todos nuestros secretos más inconfesables a la pantalla cuando se nos encharcan los ojos. Pero ahí está Bergman para recordarnos a media película con el plano que muestra la cámara grua, que la vampírica Ullman no es más real que el de dientes de ajo del inicio del film. Si no, los sueños se confundirían con la «realidad» – ¿realidad? – como en muchos momentos del metraje.
Especialmente brillante me parece la escena en la que Bibi Andersson increpa a Liv Ullman, y Bergman se toma la libertad de montarnos, en vez de en paralelo en secuencial, los rostros de las dos actrices. Logra así no perder detalle de las respuestas emocionales ante lo que dicen o escuchan haciendo patente, una vez más, lo falso del discurso. Y, para acabar, ese maravilloso plano de los dos rostros unidos como metáfora de lo muy parecidas que son.
Antes de acabar, me gustaría resaltar la importancia que tiene en los films de Bergman la homosexualidad femenina, casi como un ideal del amor, imposible. También podemos encontrarlo, por ejemplo, de una manera más explícita en «gritos y susurros».
«Persona» es, sin duda, una buena manera de abrir una profunda reflexión sobre nosotros mismos. No deja de ser paradógico que una representación sea, finalmente, tan útil.