Ayer fue un día de emociones muy fuertes. La noche anterior casi no dormí. Los nervios no me dejaron. Sabía que habría un antes y un después del 1 de octubre. Aunque llevaba meses afirmando que la policía no actuaría con violencia, sí era muy consciente que nos enfrentábamos a un estado muy poderoso. Y que podía tener consecuencias graves. Colectivas y personales.
Me levanté a las 4, y me fui a mi colegio electoral. Llegué a las 5 de la mañana y ya debía haber unas 50 personas. En menos de media hora, superábamos de largo el centenar. El primer temor era la llegada de los mossos. Así estábamos. Con la confianza que no nos echarían si éramos muchos, pero con el temor que nos cazaran justo introduciendo las urnas y se acabara todo antes de empezar. Había expectación. Una calma tensa que presagiaba lo que pasaría.
A unos cuantos nos pidieron apoyar y defender un colegio electoral pequeño de una barriada donde no había ido casi nadie a protegerlo. Nos fuimos para allá con una furgoneta. Casi no había cobertura. Caminábamos unos metros para acercarnos a una plaza donde, según cómo, conseguíamos cazar un poco para enviar 4 whatsapps. Estaba lo bastante lejos como para sentirme “incomunicado”. Sobre las 9 empezaron a llegar las noticias. La policía estaba entrando a saco en un colegio electoral muy cerca al colegio donde me tocaba votar.
La sensación era muy estresante. La gente del colegio que abandoné creía que era cuestión de tiempo que se presentara la policía allí donde parte de mi familia esperaba para votar. Con unos cuantos, conseguí volver sobre las 10 y media. El torrente de imágenes ya había empezado. Ponía la piel de gallina ver a toda esa gente tan poco preparada como yo, plantando cara a la policía. Veías cómo los aporreaban, arrastraban por el suelo, los tiraban por las escaleras, rompían dedos, pegaban patadas a lo karate kid, formando como si cargaran contra un tumulto peligroso. Les daba igual la edad, el carácter pacífico de las concentraciones donde las únicas armas eran papeletas y urnas. Las cifras de heridos subían y subían. Y mientras, llegaban rumores constantes de que la policía se iba a presentar en los colegios donde estaban tus amigos, tu pareja, tu familia…
Pero entonces llegó el orgullo. Fue emocionante pasearme por el colegio de Sabadell, en el que la policía nacional había entrado a sangre sólo 1 hora antes. Habían vuelto a colocar urnas y unas colas enormes esperaban a depositar su voto. Sólo tenían eso. La dignidad de volver a levantarse mientras el entorno mantenía las cicatrices que había provocado la policía poco antes en forma de cristales rotos.
Pero no fueron los únicos. Sant Iscle de Vallalta es un pueblo chiquitín, con el que tengo una tremenda relación personal en el viven menos de 1300 personas. Las imágenes de la policía son impresionantes. Unos pocos habitantes defendían el colegio electoral mientras la policía nacional se aproximaba en formación. Y eso que, poco antes, habían tenido que defenderse de un ataque de la Guardia Civil.
Empezaron a llegar imágenes de mossos de escuadra defendiendo a la gente de las agresiones de las policías españolas, algunos llorando en una situación que los sobrepasaba, de los tractores ocupando calles para evitar el acceso de las lecheras, de los bomberos poniéndose en primera fila, de amigos que sabes que no comparten ni siquiera la idea del referéndum que bajaban a votar. Y lo compensaban todo. Absolutamente todo.
Así que pasabas rápido de las lágrimas de rabia a las de emoción. Lo que no desaparecía era la sensación de miedo, cuando toda la rumorología apuntaba a una reaparición de las cargas a última hora de la tarde para incautar las urnas, ahora ya sí llenas de votos.
Por la tarde recibí un mensaje que pedía ayuda en Cerdanyola, les faltaba gente. La cosa estaba tranquila en mi colegio y éramos muchos. Así que cogí el coche y me fui a Cerdanyola. Estuve allí casi toda la tarde. Muy tranquila. Tuve tiempo de charlar y de sentarme a mirar las noticias que llegaban de todas partes. La prensa internacional empezaba a denunciar lo que estaba pasando. Pero el tratamiento informativo que se le daba a la situación desde los medios que forman parte de la maquinaria del estado aumentaba la sensación de impotencia.
También empezaron a llegar imágenes de gente concentrada en ciudades españolas para denunciar lo que nos estaba pasando. Desde diversas ciudades gritaban “Cataluña, no estás sola”. Gente digna, que luchan por cambiar las cosas en unas condiciones diría que incluso peores que las nuestras, sobre todo mediáticas, y con los que muchos esperamos construir parte de nuestro futuro, pase lo que pase.
Los colegios empezaron a cerrarse entre aplausos y gente emocionada. Habían conseguido cerrarnos algunos colegios y llevarse algunas urnas con sus miserables órdenes. Pero habíamos llegado hasta el final, obligados a custodiar lo que ellos deberían proteger. Afortunadamente, los rumores de nuevas cargas no se cumplieron. Empezó el recuento y, de nuevo, viendo que mi colegio estaba protegido, decidí ir a recargar pilas para celebrar lo que sea que hayamos conseguido en la plaza Catalunya de Barcelona.
Un montón de gente, sobre todo jóvenes, vivía con emoción el final del día. Era una victoria, pero con un sabor muy amargo. Nos habíamos sabido organizar, y sus golpes no habían callado nuestra voz. Esperábamos el discurso institucional de Puigdemont. Los minutos pesaban cada vez más y, por fin, apareció flanqueado por todo el gobierno. El camino sigue, y abrió la puerta para que Europa medie la situación. Aunque difícil, es la única salida posible a todo esto. Impecable.
Sentí que, ahora sí, se había acabado el día. Me fui para casa con ganas de lamerme las heridas. De asumir todo lo que había pasado. Para dejarme ir. Sabía que me llevaría días aceptar todo lo que había pasado. Convencido que el 1 de octubre ha sido el día que todo lo cambia. Dolido por todo lo que hemos tenido que pasar, pero sabiendo que su violencia no ha sido suficiente para vencernos. Orgulloso de saber que, pase lo que pase, cuando piense en estos días, sabré que yo era de los que, en la mano, llevaban una papeleta. Y ellos… Ellos llevaban porras.